Me pasé la tarde después del encuentro con Mónica
investigando sobre la vida y quehaceres del empresario perdido. José Manuel
Azurmendi tenía 56 años –su mujer, unos 26- y era dueño de varias empresas
relacionadas con sectores estratégicos de la ciudad: el agua, la basura y la
limpieza de edificios y calles. Aparentemente, no tenía enemigos, aunque, la
realidad indica lo contrario: un tipo con mucho dinero tiene demasiados
enemigos: trabajadores descontentos; empresarios envidiosos; políticos que no
son de su cuerda; yo mismo, por estar casado con la mujer más hermosa del
mundo. En un mundo como el que vivimos, cualquiera tiene enemigos.
Azurmendi no era uno de esos empresarios hechos a sí mismos
que tan gratos son en las historias económicas de Estados Unidos y tan
envidiados por estas lindes. Era hijo y nieto de una notable saga de
empresarios capaces de hacer dinero de un montón de mierda –literalmente, ya
que su familia llevaba el asunto de la recogida de la basura en la ciudad desde
tiempos inmemoriales-, así que el joven Azurmendi fue un niño de papa hasta que
se hizo cargo de los innumerables negocios de la familia. Por su cuenta y
riesgo, había iniciado otros negocios como una pequeña cadena de hoteles de
lujo, un gran casino en pleno centro de la ciudad y el mayor centro de
prostitución de la región.
Aparentemente, los negocios le iban bien y no tenía deudas.
En los últimos meses el Ayuntamiento le había entregado una medalla al mérito
empresarial, es decir, el mejor del año en llevárselo crudo sin pagar
impuestos. Pero hace unas semanas, Azurmendi Limpiezas S.A. había presentado un
concurso de acreedores que llevaría al paro a una plantilla de 250 personas.
¿Estarían los trabajadores detrás del secuestro del empresario? Tenía que
investigarlo.
Por lo pronto, la noticia no había saltado a los medios de
comunicación. Una pequeña cortesía de la mujer más hermosa del mundo: me daba
24 horas para averiguar el paradero de su marido. Una vez pasado ese plazo,
ella misma iría a comisaría a contar la desaparición de Azurmendi. Así que
tenía que darme prisa. Hablé con dos o tres contactos y ellos mi dieron las
señas de una casa aislada en el campo.
Cogí un taxi, pagado por la mujer más hermosa del mundo, para
hacerme llegar hasta allí. Era de noche ya y temiendo meterme en algún lío
imprevisto, pedí al conductor que me esperara hasta que volviera a salir.
Aceptó gracias a mi gran poder de persuasión: un billete nuevecito de 100
euros.
La casa estaba a oscuras y no había ningún vehículo en los
alrededores. O estaba vacía o estaban todos en un garaje o en el sótano. Me
acerqué sutilmente y agucé el oído: efectivamente, no se oía nada, salvo
algunos animales nocturnos y un suave viento que venía del sur. Me acerqué a la
puerta y saqué mi pistola. Nunca llevo arma, no tengo ni licencia, pero me hago
acompañar de una estupenda imitación de una Magnum 357 que ni el mismísimo
Harry el Sucio podría distinguir de una auténtica.
Pegué la oreja a la puerta y no escuché nada. Dentro de la
casa todo estaba oscuro. Me di la vuelta y busqué una entrada posterior o un
garaje. Llevaba la pistola en la mano. Caminé unos diez pasos y de repente
escuché unas voces. Me giré a tiempo de ver como se encendía la luz de la
habitación que estaba junto a mí. Me agaché y me puse a un lado de la ventana.
Las voces subían de tono pero su conversación era bastante cordial. Debo estar
duro de oído porque no entendí nada de lo que decían. Intenté acercar la oreja
a la ventana a ver si conseguía captar algo de lo que hablaban. Un ruido
extraño hizo que me agachara instintivamente. Detrás de mí había alguien.
-Eh, tío, ¿qué coño haces aquí? –dijo la voz.
Me di la vuelta y me encontré con un tipo normal, vestido con
vaqueros, camisa de cuadros y una chaqueta vaquera. Tenía algo de barriga y
estaba un poco calvo. Estaba claro que no era un sanguinario sicario contratado
por algún mafioso.
-Soy detective. Un soplo me ha traído aquí –dije (la verdad
siempre por delante, ya habría tiempo de mentir cuando llegue la ocasión). –He
oído rumores de que tenéis aquí encerrado a Azurmendi, el tío que os paga las
nóminas.
-Bueno, ja, ja, ja, querrás decir que nos pagaba. –contestó
el otro muy serio.
-¿Por qué hablas en pasado? ¿Está muerto?
-No, hombre. Porque nos dejó de pagar hace casi un año. Y
encima el cabrón nos iba a echar a la calle, sabes.
-Bueno, son cosas que pasan. No tenemos que tomarnos todo a
la tremenda. ¿Qué vais a hacer con Azurmendi?
-No sé. Yo acabo de llegar pero me da que los otros han
estado divirtiéndose con él un rato.
-No te entiendo, ¿le habéis estado pegando?
-No… bueno, el nos daba por el culo con el tema de las nóminas
y nosotros…, ya sabes.
Pegué un silbido de sorpresa que debió de oírse en toda la
casa.
-¿Y cuántos asaltos creéis que va a aguantar? –pregunté.
-Bueno, somos 250 tíos los que nos íbamos a ir a la calle,
sabes.
-¿Puedo hacer algo para intentar deteneros?
-Bueno, serás detective y tal, tienes una pistola de pega,
somos 250 tíos…, sabes. ¿Cómo lo ves? ¿Crees que puedes hacer algo?
-¿Tan evidente es lo de la pistola?
-Sí, colega, se ve el tapón en el cañón, sabes.- y se río
salvajemente. –Lo mejor es que te vayas largando antes de que los de dentro se
enteren de que estás aquí.
-Eso es precisamente lo que iba a hacer. No me gusta meterme
en líos entre trabajadores y patronos. Lo mío no son las relaciones laborales.
-Haces muy bien, sabes.
La puerta de la casa comenzaba a abrirse cuando yo entraba en
el taxi.
-Larguémonos de aquí cuanto antes.
El próximo viernes se publicará el último capítulo de este relato.
El próximo viernes se publicará el último capítulo de este relato.
2 comentarios:
Y el resto, para cuando? No es que te quiera meter presión, pero... :D
Hola. Ya puedes leer el final del relato aquí: http://inigojis.blogspot.com.es/
Publicar un comentario