Llevo varios días obsesionado con
un hecho que ocurrió en mayo de 1996, fecha en la que yo tenía 23 años recién
cumplidos. En aquel momento, yo me encontraba finalizando el tercer curso de la
licenciatura de Periodismo en la Universidad del País Vasco. Los estudios y un
programa semanal que hacía en una emisora local, Gorliz Irratia, era todo a lo
que dedicaba mi tiempo. Además, como en casi todas las etapas de mi vida, leía
mucho, sobre todo literatura, y veía mucho cine, las dos mayores pasiones de mi
vida. De vez en cuando, escribía algo, ya que fue esto, las ganas de escribir,
lo que me llevó a querer estudiar Periodismo, en lugar de otras carreras como
Medicina, Odontología o Bellas Artes que estuvieron en mi lista de
preinscripción.
No fue, ciertamente, mi afán por
conseguir noticias si no mi afán por la curiosidad, por saber cosas nuevas, por
indagar en otros aspectos de la vida, por descifrar las claves de otros mundos
que desconozco, por intentar dejar por escrito, más mal que bien, los hechos
que suceden a nuestro alrededor, por lo que decidí estudiar Periodismo. Es
decir, no me importaba que tal pintor hubiera conseguido un importante premio,
si no, qué y cómo había hecho para llegar a conseguir ese premio: cuáles eran
las circunstancias de su vida y todas esas cosas que son la base de que alguien
llegue a ser apreciado por quienes le rodean.
Ha sido precisamente la
curiosidad, una poderosa herramienta que nos lleva a lograr diferentes
objetivos en la vida, la que me ha llevado a obsesionarme con el incidente de
1996 del que, creo recordar, no había tenido noticia hasta hace apenas unos
días. Quizás porque el mundo en el que está envuelto el incidente de 1996 sea
un ente tan alejado de mí y de mis vivencias como el mundo de la mar lo pueda
estar para alguien nacido tierras adentro. Nunca se me había ocurrido leer
sobre ese asunto.
La curiosidad surgió cuando
escuché en un programa de radio que en el monte Everest había algo llamado “la
zona de la muerte”, que está plagada de los cuerpos inertes, y sorprendentemente
bien conservados, gracias a las extremas temperaturas que hay a unos 8.000
metros de altitud, de un gran número de montañeros y alpinistas que habían
fallecido tras intentar alcanzar la cima del llamado Tercer Polo. Inmediatamente,
busqué en internet fotos de esa zona y puedo asegurar que me impactaron. Lo que
me sorprendió más que ninguna otra cosa es que sería impensable en cualquier
sociedad, sea cual sea la altitud a la que esté situada, dejar los cadáveres
sin cubrir, sin enterrar, a la vista de todos los que pasaran por allí, tal y
como murieron. Allí, lamentablemente, era algo habitual. Y la pregunta
inevitable surgió: ¿Por qué era normal para los alpinistas dejar a la vista los
cuerpos putrefactos de sus compañeros, de sus amigos, de sus familiares? ¿No
era posible efectuar un rescate de esos cuerpos para que fueran enterrados en
la tierra en la que nacieron? ¿Era quizás una especie de recordatorio para todo
aquel que subiera a la cima de la Diosa Madre de la Tierra, como la llaman los
sherpas, de que la muerte era algo peligrosamente cercano cuando se lidian
aventuras a más de 8.000 metros de altura?
Según la Wikipedia, que quizás no
sea la fuente más fiable del planeta Internet, pero sí una de las más
accesibles para cualquiera, hasta el 20 de mayo de 2012 habían muerto en el
monte Everest 230 personas. La cifra de cuántas personas han alcanzado la
cumbre no está muy clara pero puede rondar las 3.000 personas. Muchos de los
que llegaron a la cumbre murieron mientras descendían de las peligrosas laderas
del Everest. Otros de los que murieron jamás hicieron cumbre.
El caso más famoso de montañeros
muertos antes de alcanzar la cumbre del techo del mundo es el de la expedición
británica del año 1924, que comandaba George L. Mallory. (http://es.wikipedia.org/wiki/George_Leigh_Mallory).
Mallory, que lideró las tres primeras expediciones británicas al monte Everest,
estaba realmente obsesionado con ser el primero en alcanzar la cumbre de la
Diosa Tierra de la Madre. En su último intento, iniciado el día 7 de junio de
1924, Mallory, acompañado de Andrew Irvine, no consiguió llegar a la cumbre y,
lo que es peor, no pudo regresar para contar su nuevo fracaso. Ambos montañeros
perecieron entre el 8 y el 9 de junio de 1924. Hay una pequeña controversia en
el mundo del himalayismo sobre si Mallory e Irvine fueron capaces de alcanzar
la cumbre y murieron mientras descendían. Dos de los más prestigiosos
alpinistas de la historia de este arriesgado deporte, Sir Edmund Hillary, el
primer hombre que alcanzó la cumbre del Everest el 29 de mayo de 1953,
acompañado del sherpa Tenzing Norgay; y Reinhold Meissner, el primer escalador
que besó la cima del Everest sin oxígeno, en 1978, están de acuerdo en que es
materialmente imposible que Mallory e Irvine alcanzarán la cumbre, teniendo en
cuenta las condiciones meteorológicas y el escaso equipamiento que había en esa
época.
Antes de que Mallory e Irvine
perecieran intentando alcanzar la cumbre más alta del mundo, otras nueve
personas –todos sherpas y pertenecientes a las tres primeras expediciones
británicas de 1921, 1922 y 1924- habían fallecido por intentar hollar la cima del
monte Everest. Pero fueron precisamente los dos británicos, por algo nuestro
mundo es más sensible a las muertes de occidentales que a las de lejanos
orientales, los que encendieron la mecha y poblaron los sueños de un gran
número de personas que se dijeron a sí mismos: “Ellos no lo lograron, pero yo
sí puedo”.
Así, la historia de cómo el
hombre consiguió alcanzar la cumbre del monte más alto del mundo -8.848 metros
sobre el nivel del mar- surgió de la necesidad de alcanzar los sueños que otros
no lograron y del afán de superación del ser humano. Y por el camino dejó
historias de éxitos y de fracasos, de alegría y de tristeza, de vida y muerte.
Porque hay sueños que pueden conducir a la muerte.
Así las cosas, nos encontramos en
la primavera de 1996, cuando varias expediciones de diferentes estilos (comerciales,
en solitario, para filmar un documental, la primera sudafricana) se unen en el
campamento base del Everest, que está situado a 5.360 metros de altitud (una
altitud a la que muy poca gente en el mundo ha llegado y en la que es bastante
complicado respirar, ya que el oxígeno se reduce a la mitad del que hay a nivel
del mar) para desafiar una vez más a la Diosa Madre de la Tierra. Entre la
multitud de alpinistas dispuestos a alcanzar la cima del Everest esa temporada hay
un importante número de grandes escaladores como Rob Hall, Scott Fischer, Anatoly
Boukreev, Ed Viesturs y el sherpa Lopsang Jangbu. Todos ellos ya conocían las
mieles del triunfo en la cima del Everest y ahora participaban como guías de
escalada. De los cinco, sólo uno vive en la actualidad. Hall y Fischer murieron
en mayo de 1996; Lopsang Rampa murió en septiembre de 1996 también en el
Everest; y Boukreev falleció el 25 de diciembre de 1997 durante una ascensión
al temible Annapurna, la montaña más peligrosa de la tierra.
El incidente de 1996 que incitó
mi curiosidad sobre este tema y me ha llevado a leer dos libros que cuentan de
primera mano lo que sucedió en las cumbres del Everest durante esos días de
mayo de 1996 supone para mí, un neófito en esta materia de la alta montaña, un
punto de inflexión. Al mismo tiempo que Hall y Fischer, dos alpinistas
experimentados y con varios ochomiles en su haber, fallecieron seis personas
más: Andy Harris, Doug Hansen, la japonesa Yasuko Namba (los tres formaban
parte de la expedición de Rob Hall) y tres montañeros de la Policía de Frontera
Indo-tibetana, uno de cuyos cuerpos es famoso entre quienes suben al Everest por
su sobrenombre, “Green Boots”, debido a las llamativas botas verdes de escalada
que lleva puestas. Si veis fotos de Green Boots veréis que este escalador
parece estar durmiendo, semiacurrucado, y situado debajo de una especie de
cueva, como si estuviera echando un sueñecito protegiéndose del frío y del viento
bajo un manto de piedras antes de volver a levantarse y seguir ascendiendo
hacia las cumbres. No es el único de los fallecidos olvidados en el Everest que
parece estar durmiendo.
Además de estas muertes, antes de
que acabara el trágico mes, otros dos montañeros fallecieron por las
complicaciones derivadas de realizar algo muy peligroso en un entorno muy
peligroso. El austriaco Reinhard Wlasich falleció el 19 de mayo por el llamado
mal de altura, que se refiere a dos tipos de edemas, el cerebral y el pulmonar.
La causa es la falta de oxígeno, lo que afecta al cerebro y a los pulmones, que
se encharcan. La consecuencia de este mal de altura suele ser la muerte. Ha
pasado otras veces y seguirá pasando. Por su parte, el británico Bruce Herrod,
fallecido el 25 de mayo, es quizás el caso más diáfano de intentar conseguir un
sueño, una meta, aun a costa de la vida. Su sueño era alcanzar la cima del
monte Everest. A Herrod sólo le importó el fin pero no contaba con los mejores
medios: en este caso, una exigencia física y psíquica a la altura de las
circunstancias. Dicen los entendidos, aquellos que han logrado la hazaña de
escalar hasta la cima del Everest, que a esa altitud, la mente no razona igual
que en circunstancias normales. En circunstancias normales, uno es capaz de
darse cuenta de cuándo está a punto de alcanzar su límite y está arriesgando
por encima de sus posibilidades. En ese momento, es capaz de razonar y de intentar
no ponerse en riesgo. Es capaz de darse la vuelta y admitir, quizás derrotado,
que no ha sido posible lograr ese sueño. Y lo mejor de todo es que podrá
contarlo: “Llegué hasta el límite, di todo lo que podía, pero no pude
conseguirlo. ¿Es una derrota? Según cómo lo veas, yo lo veo de la siguiente
manera, llegué allí y fui lo suficientemente lúcido como para admitir que no
podría lograr mi objetivo. Eso también es un triunfo porque sigo vivo y te lo
puedo contar”.
Pero Herrod no lo hizo y murió. Lo
más cruel de su caso es que consiguió llegar a la cima y debió de morir poco
después, como si una vez alcanzado su sueño, hubiera desfallecido. Ya está, lo
he conseguido, puedo morir tranquilamente. Y no se dio cuenta (o su
embotamiento mental era de tal magnitud, debido a la falta de oxígeno, que no
fue capaz de darse cuenta) de que lo mejor de haber logrado ese sueño era poder
contarlo después. ¿De qué sirven los sueños alcanzados si después no puedes
disfrutar de ellos? El epílogo a la triste historia de Herrod es que un año
después, una expedición encontró su cuerpo colgando de una cuerda fija en el
escalón Hillary, una pared vertical de unos 12 metros de altura y que requiere
pericia y fuerzas para escalarlo. Al parecer, a Herrod le flaquearon las
fuerzas tras alcanzar la cima. Allí quedó colgado el cuerpo de Herrod durante
unos meses hasta que otro alpinista de renombre, Peter Athans, tuvo la valentía
de recoger algunas pertenencias del fallecido, entre ellas su cámara de fotos,
y cortar la cuerda que sujetaba a Herrod en una postura antinatural, bocabajo. El
cuerpo cayó al vacío y allí quedó para siempre. El revelado del carrete de
aquella cámara de fotos mostró al mundo la última imagen de Herrod con vida:
posa sonriente en la cima del Everest. Eran las cinco y media de la tarde, le
quedaban pocas horas de vida, pero era feliz de haber logrado su sueño. Dicen
las crónicas de su muerte que durante su última comunicación por radio con su
mujer, para decirle que había logrado coronar el Everest, ella y otros miembros
de su expedición que escuchaban la conversación, le dijeron que bajase ya, que
ya era un cádaver andante aunque no lo supiera. Ciertamente, en la foto se
muestra muy feliz. Quizás el momento último de la muerte sea como una especie
de éxtasis celestial. Hay un muy buen artículo publicado en Standard en el que
la novia de Herrod cuenta cómo vivió aquellos momentos. (http://www.standard.co.uk/news/i-lost-my-love-to-everest-7294906.html)
Y mi siguiente pregunta fue: ¿Qué
llevó a esa gente a cometer semejantes locuras? La respuesta no es sencilla, o
mejor dicho, hay muchas respuestas a esa pregunta, tantas respuestas como
personas lo han intentado. Para los sherpas, la respuesta es clara. En una
región pobre como la que rodea el Everest, trabajar para los alpinistas se ha
convertido en el mejor modo de vida que pueden conseguir. Son personas
acostumbradas a vivir en grandes altitudes, son menudos y fibrosos, son
resistentes y recios, son leales y serviciales. Son, en definitiva, la mejor
compañía para aquellos occidentales que necesitan, como el respirar, ascender a
la cumbre del mundo.
¿Y para los demás? ¿Qué necesidad
tienen de exponerse a algo tan peligroso como ascender a una altitud de más de
8.000 metros? Voy más lejos, ¿por qué para unos es necesario y para otros sería
impensable? ¿Acaso los sueños de quienes no sueñan con escalar el Everest son
peores que los que sí sueñan con hacerlo? Este artículo nace de la
incomprensión de este deporte de riesgo. Nace de intentar y querer comprender a
la gente que sueña con alcanzar la cumbre del Everest. Nace de la curiosidad
que me suscitó el enterarme que las cercanías de la cima del Everest están
plagadas de los cuerpos de montañeros que dieron su vida por alcanzar su sueño.
Y repito, su sueño. Porque los
sueños de cada persona son únicos e intransferibles. Entre mis sueños no se
incluye escalar el monte Everest, aunque ahora sí me apetecería recorrer el
campo base preguntando a la gente por sus motivaciones. ¿Todas las personas que
quieren alcanzar la cima del monte Everest buscan la inmortalidad, el sentirse
superiores, o hay un placer perverso en verse sometido a condiciones
infrahumanas para alcanzar algo tan breve como la cima de una montaña, aunque
sea la más alta del mundo?
La historia del Everest está
repleta de relatos de superación y sacrificio, de compañerismo, de trabajo en
equipo, de ayudarse los unos a los otros, de solidaridad, de alegría, fuerza y
vida. Pero también está repleta de tragedias, de muertes, de egoísmo, de
fatalidades, de insolidaridad, de dejar a los compañeros atrás y de ver morir a
gente querida.
Hay una historia del Everest que
ilustra como ninguna la parte trágica de lo que supone este deporte de riesgo.
Nuestro protagonista se llama David Sharp, es profesor de matemáticas y tiene
34 años. Nació un año antes que yo. Sobre todas las cosas, Sharp es montañero y
eso lo diferencia de la gran totalidad de la población mundial. No sólo es
montañero, es un hombre que ha escalado montañas muy altas, entre ellas el Cho
Oyu (8.201 metros), lo cual le hace ser miembro de uno de los clubes más
exclusivos del mundo: haber alcanzado la cumbre de uno de los ochomiles. Cuando
uno es capaz de llegar tan alto, quizás se cree inmortal, ha alcanzado un
estatus que muy pocos logran y se siente una especie de Dios, inmune a lo que
le digan los demás, incluso sus familiares y amigos. Se cree, quizás,
invencible, pero la montaña más alta del mundo ha demostrado, precisamente, que
no hay nadie invencible. Los que subieron al Everest y volvieron para bajar y
contarlo, no pudieron estar más de dos horas en la cima, lo cual, siendo
sincero, es muy poco tiempo para que uno llegue a sentirse un Dios en la
tierra.
Con ese bagaje sentimental que te
otorgar ser miembro de un prestigioso club, con la mente puesta en un único
objetivo: alcanzar la cumbre, y sin ser consciente de los peligros que acechan
a todo aquel que intenta superar sus propios límites, Sharp decidió en el año
2006 subir sin más compañía que el aliento propio y rodeado de los espíritus de
todos los que se quedaron en el camino. Se sintió tan fuerte, mental y
físicamente, que prescindió de la compañía que todos anhelan cuando están
ascendiendo: los sherpas. Y su lucha por conseguir un sueño egoísta e inútil
acabó con su vida. A 8.500 metros de altura, no se sabe a ciencia cierta si
después de coronar la cima o intentando llegar a ella, el exhausto Sharp se
sentó a descansar bajo una especie de cueva, protegido del viento y acompañado
de un viejo amigo, Green Boots, el escalador indio muerto diez años antes. Evidentemente,
un muerto no es la mejor compañía para un vivo, ni siquiera para un moribundo.
El viejo Green Boots contempló silencioso como la vida de Sharp se iba alejando
despacio. El joven Sharp no sabemos si fue consciente de que estaba junto a un
cadáver que poco podría hacer por ayudarle o pensaba que Green Boots era otro
montañero que como él se había sentado a descansar. “Un cigarrito, viejo Green
Boots”, “No, dame un trago de té” (El té parece ser la bebida oficial de todos
los que ascienden al Everest. Lo preparan los sherpas que lo aprendieron a
hacer de cuando las primeras expediciones a la cima del mundo. Los cigarrillos
están prohibidos en alta montaña aunque hay, y hubo, escaladores que fumaban en
el campo base, a más de 5.000 metros de altitud desde el nivel del mar).
Así como Green Boots no podía
hacer nada por ayudar a Sharp, hasta un total de 40 alpinistas pasaron por
delante del moribundo escalador inglés sin hacerle caso. La zona en la que está
tirado el cuerpo de Green Boots es zona de paso de todos los que quieran
ascender a la cima por la vertiente noroeste. La cuerda fija a la que se
enganchan todos los alpinistas pasa junto a las ya tristemente famosas botas
verdes del malhadado policía indio. Así que todos vieron que junto a Green
Boots había otra persona, pero nadie hizo caso del pobre Sharp. Es lo que tiene
de duro e insolidario la alta montaña: primero estoy yo, luego yo, después yo y
al final de una larga lista llena de yoes, aparece ayudar a alguien de tu
equipo. Mucho más al fondo aparece la frase “ayudar a otro que no va conmigo”. Lo
denunció el mismísimo Sir Edmund Hillary, que es Dios para todo aquel que se
inicia en el mundo de los ochomiles: “I think the whole attitude towards
climbing Mount Everest has become rather horrifying. The people just want to get to the top. It was
wrong if there was a man suffering altitude problems and was huddled under a
rock, just to lift your hat, say good morning and pass on by”. (Creo que
la actitud respecto a escalar en el Monte Everest se ha vuelto espantosa. La
gente sólo desea llegar a la cima. Está mal que si ves a otro escalador
sufriendo del mal de altura y cobijado bajo una roca, solo levantes tu
sombrero, le saludes y pases de largo”.) Hillary lo denunció a posteriori,
cuando le preguntaron sobre qué pensaba de lo que había sucedido con Sharp. Y
aunque esa opinión le honra, estoy seguro de que el joven Hillary hubiese
también pasado de largo. No es que me quiera meter con esa institución de la
alta montaña que es el británico, simplemente hago constar un hecho: el
alpinista de alta montaña es egoísta, pero no es egoísta como lo puede ser
cualquiera en circunstancias normales, no, es egoísta porque sabe que si no lo
es, puede perder la vida. Es así, son las cosas de dedicarse a una profesión de
alto riesgo. Lo tomas o lo dejas. Si vales, cojonudo, pero si no vales, no me
hagas perder el tiempo que ya bastante tengo yo con lo mío. Es una cuestión de
tú o yo. Si te ayudo, no alcanzo la cima, o lo que es peor, si te ayudo, no
lograré salir con vida de aquí. Cuando te juegas la vida a cada paso que das,
la supervivencia es el único arma que te puede valer para poder contarlo
después. También hay casos de heroicos rescates, de gente que se dejó la piel,
y hasta la vida, por salvar a otra persona. Me estoy acordando de la
solidaridad que se creó entre un amplio grupo de alpinistas para salvar la vida
a Iñaki Ochoa de Olza, que acabó muriendo en las laderas de la cima del
Annapurna tras varios días agonizando por culpa de un edema. La alta montaña
está llena de bellas historias crueles.
Como es lógico, Sharp acabó
muriendo. Solo, como es habitual para los que mueren en la alta montaña. Un
escalador neozelandés llamado Mark Inglis, que tiene las dos piernas amputadas
por debajo de la rodilla y sigue escalando con protésis (todo un monumento a
cómo se pueden sortear las dificultades para seguir alcanzando sueños) se
encontró con Sharp antes de alcanzar la cima. Pensó que estaba moribundo y la
ley de la montaña dictó sentencia: “Si estás moribundo, ya no hay nada que
hacer”. Una cruel ley que ayuda a que otros alpinistas e himalayistas puedan
seguir viviendo tranquilos aun a pesar de haber dejado morir a alguien, o por
lo menos, no haber intentado ayudarle. Inglis pensó, como piensan todos los que
quieren subir al Everest, que la cima era más importante para él que intentar
ayudar a Sharp. Inglis coronó el Everest, junto a sus compañeros de escalada, y
a la vuelta, al pasar de nuevo junto al moribundo Sharp, debió de pensar:
“Coño, si todavía está vivo este hijodeputa” (perdonad la licencia). Se agachó
junto a Sharp, le limpió un poco la cara cubierta de hielo, congelada
prácticamente, y le dio un trago de té. Las últimas palabras de Sharp fueron:
“My name is David Sharp and I am with Asian Trekking” (Me llamo David Sharp y
estoy con Asian Trekking, una empresa que oferta expediciones al Everest). Allí
le dejaron más muerto que vivo. ¿Murió Sharp feliz? Creo sinceramente que no.
Estoy seguro de que sería mucho más feliz si siguiera viviendo, rodeado de su
familia, aún no habiendo logrado su sueño. Ya lo dije antes, hay sueños que
matan. ¿Merece la pena perder la vida por un sueño? Ahora mismo no sabría qué
contestar.
Una de las cosas que me quedan
más claras de todo lo que he leído sobre las muertes acaecidas en el Everest es
que la vida de uno depende de uno mismo, nadie va a venir a rescatarte. Y me
explico: cualquier rescate a altitudes mayores de 7.000 metros es una auténtica
quimera, es prácticamente imposible. Ningún helicóptero puede volar a esas
alturas sin peligro de precipitarse cornisa abajo. Muy pocos alpinistas son
capaces de rescatar a una persona moribunda o enferma de edema en condiciones
tan extremas. Lo único que puede salvarte es intentar descender lo máximo que
puedas para que las personas que van a rescatarte no pongan también en peligro
sus vidas por salvar la tuya. Y en esas condiciones tan extremas, si no te mueves,
estás muerto.
Fue lo que sucedió con Rob Hall durante
el incidente de 1996. Hall era un escalador de gran nivel que a sus 35 años
tenía mucha experiencia en los ochomiles. Regentaba una empresa llamada
Adventure Consultants que se dedicaba a llevar a personas, clientes adinerados,
a la cima del Everest. Era una empresa de éxito y por aquellos años, si estabas
tan loco, o cuerdo (nunca se sabrá bien) por querer conseguir ese sueño, Hall
era una apuesta segura: en los últimos años había logrado que coronaran el
Everest no menos de 20 personas con diferentes niveles de montañerismo pero la
mayoría con poca experiencia previa en grandes montañas. Si alguien sabía lo
que había que hacer en el Everest, ése era Rob Hall. Su lema podría haber sido
“Nosotros te llevamos hasta donde jamás pensaste que podrías llegar, a la cima
del mundo”. ¿Cuál fue el pecado de Hall que hizo que perdiera la vida? Quizás
la prepotencia, el sentirse invulnerable, el creer ser capaz de ir más allá porque
nunca había sufrido ningún percance serio.
De los cinco fallecidos el 11 de
mayo de 1996, cuatro pertenecían a la expedición comercial que había organizado
Rob Hall. Su rival en el ámbito de las empresas que organizaban expediciones a
las altas montañas era Scott Fischer. Habiendo leído dos libros que explican
claramente lo sucedido durante esos días, tengo asumido que el equipo que había
montado Fischer (Ocho clientes, tres guías y unos 10 sherpas) estaba mejor
preparado que el de Hall (el mismo número de personas e igualmente distribuido).
¿Qué fue lo que sucedió? A
grandes rasgos, la ambición desmedida de Hall y Fischer, el saberse rivales en
la misma clase de negocio, el querer ir más allá, más lejos, más fuerte, les
llevó a sobrevalorar sus propias condiciones o a no tener en cuenta sus propios
límites. En el caso de la japonesa Namba, el problema quizás fue su debilidad y
su escasa pericia técnica en alta montaña. En cuanto a Doug Hansen, lo suyo no
parece estar muy claro. Hansen había participado con Hall en una expedición el
año anterior y no pudo alcanzar la cima porque Hall le obligó a darse la vuelta
ya que era muy tarde. Este año 1996, Hall había convencido a Hansen para que
volviera al Everest: esta vez sí conseguiría coronar la cima. Pero durante la
acometida final, a ambos escaladores les pasó lo mismo: se les estaba haciendo
tarde. No se sabe muy bien porqué, en vez de darse la vuelta vencidos por la
Diosa Madre de la Tierra y por las inclemencias del tiempo, decidieron seguir
adelante, costase lo que costase llegar a la cima. No sabemos si Hall le dijo a
Hansen que esta vez sí lograría o si fue Hansen el que obligó a Hall a guiarle
hasta la cima. El resultado es que ambos escaladores coronaron tan tarde que la
muerte ya se cernía sobre ellos mientras se hacían fotos y se abrazaban felices
en la cima.
Por lo que se refiere al guía
Andy Harris, aunque fue uno de los primeros que coronó de todo el grupo de
escaladores que subía durante aquella jornada, padeció el mal de altura y no
era capaz de distinguir si las botellas de oxígeno estaban vacías o llenas.
Estaba tan afectado por un posible edema cerebral que fue su perdición.
No puedo finalizar este relato sin
la historia de Beck Weathers, un auténtico triunfador en aquella tragedia en la
montaña. Fue dado por muerto y su cuerpo se quedó junto al de la japonesa
Namba. Pasó toda la noche tumbado en la nieve, al aire, y sin más resguardo que
la ropa que llevaba puesta. Todos pensaron que había muerto. Pero el bueno de
Beck se guardaba un as en la manga. De repente, cuando estaba amaneciendo, le
vinieron las ganas de vivir, quizás los espíritus de todos los que perecieron
allí antes que él le insuflaron un oxígeno protector que hizo que pudiera
levantarse, caminar a trompicones y llegar hasta el campamento IV, donde
aguardaban sus compañeros. Cuando le vieron llegar, casi arrastrándose, no
pudieron creer lo que veían. Enseguida le atendieron y al final, Beck puede
contar cómo logró salir vivo de la mayor tragedia que ha conocido el Everest.
Eso sí, perdió el brazo derecho a la altura del codo, todos los dedos de la
mano izquierda y gran parte de la nariz, que tuvieron que reconstruírsela.
Así está contada la historia de
la montaña más alta del mundo. Historias de supervivencia que engrandecen las
odiseas de aquellas personas que dieron su vida por alcanzar su cima.