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jueves, 30 de mayo de 2013

En busca de la película perdida

Estaba escuchando M80 en el coche y de repente han emitido una canción que se escuchaba muy mal y el locutor, después de pedir disculpas por el mal sonido, ha contado que una oyente estaba buscando qué artista cantaba y tocaba esa versión de la canción "Miles from nowhere", de Cat Stevens. La mujer se ha puesto al teléfono y el locutor le ha dicho, compungido, que habían hecho un gran esfuerzo por intentar encontrar esa versión y le ha puesto la que ellos creían que era la que ella buscaba: una versión realizada por Dwight Yoakam. La mujer ha escuchado esta versión y ha dicho que no creía que fuese la misma que la que ella estaba buscando.
Toda esta historia me ha traído a la memoria una vieja anécdota que nos pasó a mi y a dos buenos amigos hace bastantes años. Estábamos en quinto de Periodismo y presentamos un proyecto para hacer un programa de radio de dos horas semanales (los sábados al mediodía) sobre cine, que era la materia de la que estaban hechos nuestros sueños en aquella época, en una pequeña emisora local.
El proyecto fue aprobado y comenzamos a hacer aquel programa del que no recuerdo ahora mismo el nombre, aunque sí creo recordar que la sintonía del programa era el tema principal de "Ocho y medio", compuesta por Nino Rota, una música a la que siempre asoció con el mundo del circo.
Para realizar aquel programa contábamos con un trío de categoría: el tío que más sabía de cine clásico de cuántos he conocido; el tío que más sabía de cine fantástico, terror y ciencia ficción; y yo, que aportaba mis conocimientos de cine actual (de los 70 hasta esa fecha). Además, como ya tenía experiencia en radio, mis dos colegas me dejaron ser el conductor del programa.
La anécdota de la que quería hablar tiene que ver con esa absoluta imposibilidad de encontrar referencias de algo que alguien ha visto u oído hace muchos años. Aquel día en cuestión, la mujer que hacía de técnico de sonido me dijo por los auriculares que tenía una llamada de alguien que quería entrar en antena. Como estábamos en un receso, durante el cuál sonaba una canción relacionada con el cine, les dije a mis dos compañeros que teníamos una llamada. ¡Nuestra primera llamada! Que entre, que entre, dijimos frotándonos las manos. La técnico de sonido, que era también la responsable de aquella pequeña emisora, nos dijo que era una mujer mayor que se sentía sola y que solía llamar mucho a la radio. No bien acabé de escuchar aquello que me decía la responsable de la emisora, empecé a contarles a mi compañeros que la llamada era de una mujer mayor que...
-Tenemos una llamada. -escuché decir a mi compañero que estaba a mi derecha.
Yo le hice gestos ostensibles de que no entrase la llamada porque era una mujer mayor que...
-Adelante con esa llamada. -insistió él sin mirarme.
Mis gestos no sirvieron de nada y allí aconteció la llamada más surrealista que pudimos tener nunca en un programa de radio.
La mujer se presentó y nos felicitó por el programa, lo cual era complicado porque aquel creo recordar que era el primero o el segundo que hacíamos.
Tras unos cuantos halagos por ambas partes en plan "sois muy buenos, me gusta mucho vuestro programa" y "usted que tiene buenos oídos y sabe lo que es bueno", la mujer nos dijo que quería saber algo más de una película que había visto hace un montón de años de la que sólo recordaba el título. Según nos dijo, era algo así como "Flores blancas para mi hermana negra".
Cuando nos soltó aquel título, nos quedamos en blanco. No nos sonaba de nada aquella película. Le preguntamos si era una película española o americana (una manera muy simple de dividir el cine) y ella no se acordaba. Así que ni cortos ni perezosos, le prometimos que íbamos a indagar en nuestros vastos archivos, en bibliotecas y donde fuera hasta encontrar qué película era esa. Despedimos a aquella buena mujer, tras casi media hora de charla, asegurándole que la siguiente semana la llamaríamos para contarle lo que hubiéramos averiguado.
La semana pasó y a pesar de todos nuestros esfuerzos, ninguno fuimos capaces de encontrar una sola referencia a una película con ese título o algo parecido. Estoy hablando de algo que ocurrió en 1998, cuando Internet estaba en pañales y cuando las búsquedas se hacían físicamente en libros, enciclopedias, bibliotecas o preguntando a gente que sabía más que uno.
Al poco de comenzar el programa siguiente, la señora aquella volvió a llamar y amablemente le explicamos que no habíamos encontrado nada sobre el requerido largometraje. Pero la conversación no finalizó ahí, la mujer siguió hablando y hablando y hablando y nos dimos cuenta de que si no la cortábamos ya, iba a comerse ella sola las dos horas de programa. Pero ella siguió hablando y hablando y hablando y nos entró la risa. Al principio ves a uno que sonríe, luego ves a otro que hace un gesto indicando "¡Qué pesada!" y ya luego aquello se te va de las manos y comienzas a reír y te das cuenta de que no vas a poder parar de reír.
Puedo asegurar que estuvimos unos cinco minutos con nuestros micrófonos cerrados (después de que le hiciera un gesto a la técnico para que nos quitará el sonido) y con aquella mujer hablando y hablando y hablando. Y de repente, cuando ya no podíamos parar de reír, cuando aquello iba directo al desastre, la mujer calló. Y, aunque te estás riendo y sabes que no puedes parar de reír, ese momento en que aquella buena mujer se calló tras más cinco de minutos de intenso parloteo, nos vimos como en esa película de vaqueros cuando se hace un silencio insoportable que augura un tiroteo, un disparo, una muerte. Todavía no sé cómo mi compañero de la derecha sacó fuerzas de flaqueza y consiguió articular, entre risas aunque aparentando seriedad, algo así como: "Muchas gracias por seguirnos. Ahora escuchamos una canción de la película...". Y cuando comenzó a sonar aquel tema musical, nos tronchamos de las risas, ya sin los agobios de que nos oyera alguien, sin temor a que la señora pensara que le estábamos faltando el respeto. Fueron una risas anchas, de esas que son inevitables. De las que te hacen sentirte feliz.
La técnico de sonido y responsable de la emisora nos dijo que la mujer nos había oído. Yo le pedí perdón en nombre de los tres pero le dijimos que había sido algo inevitable, era tal el rollo que nos estaba soltando y tan complicado intentar cortarla que se nos fue de las manos. Le dije a la responsable de la emisora que no dejara salir al aire a esa mujer nunca más. No fue por maldad, fue porque nosotros estábamos ahí para hacer un programa de cine, no para hacer de consejeros de servicios sociales.
Pasaron las semanas y la mujer debió de llamar alguna vez más. Sólo una vez se nos escapó del control de sonido y volvió a salir al aire, pero intentamos que fuese breve. Al final, a uno le queda una sensación de pena. Era una mujer mayor que necesitaba hablar con alguien, escuchar y ser escuchada, aunque fuese a través de las ondas con unos chavales desconocidos. Tampoco fuimos capaces de averiguar nada sobre aquella película de la que nos habló con tanto cariño. Si hubiéramos logrado esa pequeña hazaña hubiera sido una especie de redención para nosotros por habernos reído aquella vez y por no dejar que volviera a charlar con nosotros en directo.
Tampoco estuvimos en aquella emisora mucho tiempo más. Avanzado el curso, el esfuerzo que nos suponía hacer aquel programa sin recibir a cambio ninguna recompensa nos fue quitando la ilusión.
La historia de la radio que he oído en el coche me ha recordado esta vivencia personal, y mientras escribía esto, he buscado en google el título del largometraje que nos dijo aquella señora y creo haber encontrado la película. Sé que es tarde, quizás ella haya muerto; yo hace tiempo que no hago radio, pero me queda la satisfacción de que, bastante años después, hemos cumplido la promesa que le hicimos a aquella señora.
He aquí la película: "Rosas blancas para mi hermana negra"
http://www.filmaffinity.com/es/film774120.html

martes, 19 de marzo de 2013

The air the heroes breathe


A review about “Into thin air”, by Jon Krakauer

“Into thin air”, written by the American journalist Jon Krakauer, is a book about one of the worst tragedies that have occurred in Mount Everest, when five people died while attempting to reach the summit of the highest mountain in the world. Krakauer is also an alpinist and he was an eyewitness of this disaster because he was a member of the expedition that lost four of their partners. He was on assignment from Outside magazine. Krakauer is a well known writer because his book “Into the wild”, a story about a young man who left behind his family and his possessions and lived a life in the wilderness until he died alone, was a bestseller. Sean Penn directed a good film based on this book.

Krakauer wrote “Into thin air” not too many months after the tragedy and his intention was to try to understand what had happened in those days in Mount Everest, and, we have to say it, to relieve the worries and guilty conscience he got afterwrads. So we have a first hand story about this tragedy. A story of life and death.

In May 1996, Krakauer was a member of one of the two commercial expeditions that were going to attempt to reach the summit of Mount Everest. On 9 May, those two expeditions were in their way to achieve their aim. Krakauer was the first one that reached the summit that day and he went down very quickly because he didn’t have enough oxygen to breathe. He didn’t realize what had happened until the next day: five climbers had died during the descent from the summit.

This is a book that breathes fresh air in all of its pages. Krakauer, as a journalist, uses the journalism skills to understand what happened there and he tells us a breathtaking story of heroes and villains in the “crazy” world of high-altitude climbing. The plot of the book is excellent if you want to know about this fact. Krakauer knows very well how to write a story that gave him without breath and we realize how hard and difficult is to reach the summit of Mount Everest.

The air we all breathe keeps us alive and is so important for us that we can’t leave without it. Krakauer wanted to pay homage to the people who lost their last breathe in the summit of the highest mountain in the world and we have to show gratitude to him for this corageous and risky book.

Title: Into thin air
Author: Jon Krakauer
Date: 1997
Genre: Non-fiction
Publishing house: Penguin Books

domingo, 10 de marzo de 2013

La zona de la muerte

Llevo varios días obsesionado con un hecho que ocurrió en mayo de 1996, fecha en la que yo tenía 23 años recién cumplidos. En aquel momento, yo me encontraba finalizando el tercer curso de la licenciatura de Periodismo en la Universidad del País Vasco. Los estudios y un programa semanal que hacía en una emisora local, Gorliz Irratia, era todo a lo que dedicaba mi tiempo. Además, como en casi todas las etapas de mi vida, leía mucho, sobre todo literatura, y veía mucho cine, las dos mayores pasiones de mi vida. De vez en cuando, escribía algo, ya que fue esto, las ganas de escribir, lo que me llevó a querer estudiar Periodismo, en lugar de otras carreras como Medicina, Odontología o Bellas Artes que estuvieron en mi lista de preinscripción.

No fue, ciertamente, mi afán por conseguir noticias si no mi afán por la curiosidad, por saber cosas nuevas, por indagar en otros aspectos de la vida, por descifrar las claves de otros mundos que desconozco, por intentar dejar por escrito, más mal que bien, los hechos que suceden a nuestro alrededor, por lo que decidí estudiar Periodismo. Es decir, no me importaba que tal pintor hubiera conseguido un importante premio, si no, qué y cómo había hecho para llegar a conseguir ese premio: cuáles eran las circunstancias de su vida y todas esas cosas que son la base de que alguien llegue a ser apreciado por quienes le rodean.

Ha sido precisamente la curiosidad, una poderosa herramienta que nos lleva a lograr diferentes objetivos en la vida, la que me ha llevado a obsesionarme con el incidente de 1996 del que, creo recordar, no había tenido noticia hasta hace apenas unos días. Quizás porque el mundo en el que está envuelto el incidente de 1996 sea un ente tan alejado de mí y de mis vivencias como el mundo de la mar lo pueda estar para alguien nacido tierras adentro. Nunca se me había ocurrido leer sobre ese asunto.

La curiosidad surgió cuando escuché en un programa de radio que en el monte Everest había algo llamado “la zona de la muerte”, que está plagada de los cuerpos inertes, y sorprendentemente bien conservados, gracias a las extremas temperaturas que hay a unos 8.000 metros de altitud, de un gran número de montañeros y alpinistas que habían fallecido tras intentar alcanzar la cima del llamado Tercer Polo. Inmediatamente, busqué en internet fotos de esa zona y puedo asegurar que me impactaron. Lo que me sorprendió más que ninguna otra cosa es que sería impensable en cualquier sociedad, sea cual sea la altitud a la que esté situada, dejar los cadáveres sin cubrir, sin enterrar, a la vista de todos los que pasaran por allí, tal y como murieron. Allí, lamentablemente, era algo habitual. Y la pregunta inevitable surgió: ¿Por qué era normal para los alpinistas dejar a la vista los cuerpos putrefactos de sus compañeros, de sus amigos, de sus familiares? ¿No era posible efectuar un rescate de esos cuerpos para que fueran enterrados en la tierra en la que nacieron? ¿Era quizás una especie de recordatorio para todo aquel que subiera a la cima de la Diosa Madre de la Tierra, como la llaman los sherpas, de que la muerte era algo peligrosamente cercano cuando se lidian aventuras a más de 8.000 metros de altura?

Según la Wikipedia, que quizás no sea la fuente más fiable del planeta Internet, pero sí una de las más accesibles para cualquiera, hasta el 20 de mayo de 2012 habían muerto en el monte Everest 230 personas. La cifra de cuántas personas han alcanzado la cumbre no está muy clara pero puede rondar las 3.000 personas. Muchos de los que llegaron a la cumbre murieron mientras descendían de las peligrosas laderas del Everest. Otros de los que murieron jamás hicieron cumbre.

El caso más famoso de montañeros muertos antes de alcanzar la cumbre del techo del mundo es el de la expedición británica del año 1924, que comandaba George L. Mallory. (http://es.wikipedia.org/wiki/George_Leigh_Mallory). Mallory, que lideró las tres primeras expediciones británicas al monte Everest, estaba realmente obsesionado con ser el primero en alcanzar la cumbre de la Diosa Tierra de la Madre. En su último intento, iniciado el día 7 de junio de 1924, Mallory, acompañado de Andrew Irvine, no consiguió llegar a la cumbre y, lo que es peor, no pudo regresar para contar su nuevo fracaso. Ambos montañeros perecieron entre el 8 y el 9 de junio de 1924. Hay una pequeña controversia en el mundo del himalayismo sobre si Mallory e Irvine fueron capaces de alcanzar la cumbre y murieron mientras descendían. Dos de los más prestigiosos alpinistas de la historia de este arriesgado deporte, Sir Edmund Hillary, el primer hombre que alcanzó la cumbre del Everest el 29 de mayo de 1953, acompañado del sherpa Tenzing Norgay; y Reinhold Meissner, el primer escalador que besó la cima del Everest sin oxígeno, en 1978, están de acuerdo en que es materialmente imposible que Mallory e Irvine alcanzarán la cumbre, teniendo en cuenta las condiciones meteorológicas y el escaso equipamiento que había en esa época.

Antes de que Mallory e Irvine perecieran intentando alcanzar la cumbre más alta del mundo, otras nueve personas –todos sherpas y pertenecientes a las tres primeras expediciones británicas de 1921, 1922 y 1924- habían fallecido por intentar hollar la cima del monte Everest. Pero fueron precisamente los dos británicos, por algo nuestro mundo es más sensible a las muertes de occidentales que a las de lejanos orientales, los que encendieron la mecha y poblaron los sueños de un gran número de personas que se dijeron a sí mismos: “Ellos no lo lograron, pero yo sí puedo”.

Así, la historia de cómo el hombre consiguió alcanzar la cumbre del monte más alto del mundo -8.848 metros sobre el nivel del mar- surgió de la necesidad de alcanzar los sueños que otros no lograron y del afán de superación del ser humano. Y por el camino dejó historias de éxitos y de fracasos, de alegría y de tristeza, de vida y muerte. Porque hay sueños que pueden conducir a la muerte.

Así las cosas, nos encontramos en la primavera de 1996, cuando varias expediciones de diferentes estilos (comerciales, en solitario, para filmar un documental, la primera sudafricana) se unen en el campamento base del Everest, que está situado a 5.360 metros de altitud (una altitud a la que muy poca gente en el mundo ha llegado y en la que es bastante complicado respirar, ya que el oxígeno se reduce a la mitad del que hay a nivel del mar) para desafiar una vez más a la Diosa Madre de la Tierra. Entre la multitud de alpinistas dispuestos a alcanzar la cima del Everest esa temporada hay un importante número de grandes escaladores como Rob Hall, Scott Fischer, Anatoly Boukreev, Ed Viesturs y el sherpa Lopsang Jangbu. Todos ellos ya conocían las mieles del triunfo en la cima del Everest y ahora participaban como guías de escalada. De los cinco, sólo uno vive en la actualidad. Hall y Fischer murieron en mayo de 1996; Lopsang Rampa murió en septiembre de 1996 también en el Everest; y Boukreev falleció el 25 de diciembre de 1997 durante una ascensión al temible Annapurna, la montaña más peligrosa de la tierra.

El incidente de 1996 que incitó mi curiosidad sobre este tema y me ha llevado a leer dos libros que cuentan de primera mano lo que sucedió en las cumbres del Everest durante esos días de mayo de 1996 supone para mí, un neófito en esta materia de la alta montaña, un punto de inflexión. Al mismo tiempo que Hall y Fischer, dos alpinistas experimentados y con varios ochomiles en su haber, fallecieron seis personas más: Andy Harris, Doug Hansen, la japonesa Yasuko Namba (los tres formaban parte de la expedición de Rob Hall) y tres montañeros de la Policía de Frontera Indo-tibetana, uno de cuyos cuerpos es famoso entre quienes suben al Everest por su sobrenombre, “Green Boots”, debido a las llamativas botas verdes de escalada que lleva puestas. Si veis fotos de Green Boots veréis que este escalador parece estar durmiendo, semiacurrucado, y situado debajo de una especie de cueva, como si estuviera echando un sueñecito protegiéndose del frío y del viento bajo un manto de piedras antes de volver a levantarse y seguir ascendiendo hacia las cumbres. No es el único de los fallecidos olvidados en el Everest que parece estar durmiendo.

Además de estas muertes, antes de que acabara el trágico mes, otros dos montañeros fallecieron por las complicaciones derivadas de realizar algo muy peligroso en un entorno muy peligroso. El austriaco Reinhard Wlasich falleció el 19 de mayo por el llamado mal de altura, que se refiere a dos tipos de edemas, el cerebral y el pulmonar. La causa es la falta de oxígeno, lo que afecta al cerebro y a los pulmones, que se encharcan. La consecuencia de este mal de altura suele ser la muerte. Ha pasado otras veces y seguirá pasando. Por su parte, el británico Bruce Herrod, fallecido el 25 de mayo, es quizás el caso más diáfano de intentar conseguir un sueño, una meta, aun a costa de la vida. Su sueño era alcanzar la cima del monte Everest. A Herrod sólo le importó el fin pero no contaba con los mejores medios: en este caso, una exigencia física y psíquica a la altura de las circunstancias. Dicen los entendidos, aquellos que han logrado la hazaña de escalar hasta la cima del Everest, que a esa altitud, la mente no razona igual que en circunstancias normales. En circunstancias normales, uno es capaz de darse cuenta de cuándo está a punto de alcanzar su límite y está arriesgando por encima de sus posibilidades. En ese momento, es capaz de razonar y de intentar no ponerse en riesgo. Es capaz de darse la vuelta y admitir, quizás derrotado, que no ha sido posible lograr ese sueño. Y lo mejor de todo es que podrá contarlo: “Llegué hasta el límite, di todo lo que podía, pero no pude conseguirlo. ¿Es una derrota? Según cómo lo veas, yo lo veo de la siguiente manera, llegué allí y fui lo suficientemente lúcido como para admitir que no podría lograr mi objetivo. Eso también es un triunfo porque sigo vivo y te lo puedo contar”.

Pero Herrod no lo hizo y murió. Lo más cruel de su caso es que consiguió llegar a la cima y debió de morir poco después, como si una vez alcanzado su sueño, hubiera desfallecido. Ya está, lo he conseguido, puedo morir tranquilamente. Y no se dio cuenta (o su embotamiento mental era de tal magnitud, debido a la falta de oxígeno, que no fue capaz de darse cuenta) de que lo mejor de haber logrado ese sueño era poder contarlo después. ¿De qué sirven los sueños alcanzados si después no puedes disfrutar de ellos? El epílogo a la triste historia de Herrod es que un año después, una expedición encontró su cuerpo colgando de una cuerda fija en el escalón Hillary, una pared vertical de unos 12 metros de altura y que requiere pericia y fuerzas para escalarlo. Al parecer, a Herrod le flaquearon las fuerzas tras alcanzar la cima. Allí quedó colgado el cuerpo de Herrod durante unos meses hasta que otro alpinista de renombre, Peter Athans, tuvo la valentía de recoger algunas pertenencias del fallecido, entre ellas su cámara de fotos, y cortar la cuerda que sujetaba a Herrod en una postura antinatural, bocabajo. El cuerpo cayó al vacío y allí quedó para siempre. El revelado del carrete de aquella cámara de fotos mostró al mundo la última imagen de Herrod con vida: posa sonriente en la cima del Everest. Eran las cinco y media de la tarde, le quedaban pocas horas de vida, pero era feliz de haber logrado su sueño. Dicen las crónicas de su muerte que durante su última comunicación por radio con su mujer, para decirle que había logrado coronar el Everest, ella y otros miembros de su expedición que escuchaban la conversación, le dijeron que bajase ya, que ya era un cádaver andante aunque no lo supiera. Ciertamente, en la foto se muestra muy feliz. Quizás el momento último de la muerte sea como una especie de éxtasis celestial. Hay un muy buen artículo publicado en Standard en el que la novia de Herrod cuenta cómo vivió aquellos momentos. (http://www.standard.co.uk/news/i-lost-my-love-to-everest-7294906.html)

Y mi siguiente pregunta fue: ¿Qué llevó a esa gente a cometer semejantes locuras? La respuesta no es sencilla, o mejor dicho, hay muchas respuestas a esa pregunta, tantas respuestas como personas lo han intentado. Para los sherpas, la respuesta es clara. En una región pobre como la que rodea el Everest, trabajar para los alpinistas se ha convertido en el mejor modo de vida que pueden conseguir. Son personas acostumbradas a vivir en grandes altitudes, son menudos y fibrosos, son resistentes y recios, son leales y serviciales. Son, en definitiva, la mejor compañía para aquellos occidentales que necesitan, como el respirar, ascender a la cumbre del mundo.

¿Y para los demás? ¿Qué necesidad tienen de exponerse a algo tan peligroso como ascender a una altitud de más de 8.000 metros? Voy más lejos, ¿por qué para unos es necesario y para otros sería impensable? ¿Acaso los sueños de quienes no sueñan con escalar el Everest son peores que los que sí sueñan con hacerlo? Este artículo nace de la incomprensión de este deporte de riesgo. Nace de intentar y querer comprender a la gente que sueña con alcanzar la cumbre del Everest. Nace de la curiosidad que me suscitó el enterarme que las cercanías de la cima del Everest están plagadas de los cuerpos de montañeros que dieron su vida por alcanzar su sueño.

Y repito, su sueño. Porque los sueños de cada persona son únicos e intransferibles. Entre mis sueños no se incluye escalar el monte Everest, aunque ahora sí me apetecería recorrer el campo base preguntando a la gente por sus motivaciones. ¿Todas las personas que quieren alcanzar la cima del monte Everest buscan la inmortalidad, el sentirse superiores, o hay un placer perverso en verse sometido a condiciones infrahumanas para alcanzar algo tan breve como la cima de una montaña, aunque sea la más alta del mundo?

La historia del Everest está repleta de relatos de superación y sacrificio, de compañerismo, de trabajo en equipo, de ayudarse los unos a los otros, de solidaridad, de alegría, fuerza y vida. Pero también está repleta de tragedias, de muertes, de egoísmo, de fatalidades, de insolidaridad, de dejar a los compañeros atrás y de ver morir a gente querida.

Hay una historia del Everest que ilustra como ninguna la parte trágica de lo que supone este deporte de riesgo. Nuestro protagonista se llama David Sharp, es profesor de matemáticas y tiene 34 años. Nació un año antes que yo. Sobre todas las cosas, Sharp es montañero y eso lo diferencia de la gran totalidad de la población mundial. No sólo es montañero, es un hombre que ha escalado montañas muy altas, entre ellas el Cho Oyu (8.201 metros), lo cual le hace ser miembro de uno de los clubes más exclusivos del mundo: haber alcanzado la cumbre de uno de los ochomiles. Cuando uno es capaz de llegar tan alto, quizás se cree inmortal, ha alcanzado un estatus que muy pocos logran y se siente una especie de Dios, inmune a lo que le digan los demás, incluso sus familiares y amigos. Se cree, quizás, invencible, pero la montaña más alta del mundo ha demostrado, precisamente, que no hay nadie invencible. Los que subieron al Everest y volvieron para bajar y contarlo, no pudieron estar más de dos horas en la cima, lo cual, siendo sincero, es muy poco tiempo para que uno llegue a sentirse un Dios en la tierra.

Con ese bagaje sentimental que te otorgar ser miembro de un prestigioso club, con la mente puesta en un único objetivo: alcanzar la cumbre, y sin ser consciente de los peligros que acechan a todo aquel que intenta superar sus propios límites, Sharp decidió en el año 2006 subir sin más compañía que el aliento propio y rodeado de los espíritus de todos los que se quedaron en el camino. Se sintió tan fuerte, mental y físicamente, que prescindió de la compañía que todos anhelan cuando están ascendiendo: los sherpas. Y su lucha por conseguir un sueño egoísta e inútil acabó con su vida. A 8.500 metros de altura, no se sabe a ciencia cierta si después de coronar la cima o intentando llegar a ella, el exhausto Sharp se sentó a descansar bajo una especie de cueva, protegido del viento y acompañado de un viejo amigo, Green Boots, el escalador indio muerto diez años antes. Evidentemente, un muerto no es la mejor compañía para un vivo, ni siquiera para un moribundo. El viejo Green Boots contempló silencioso como la vida de Sharp se iba alejando despacio. El joven Sharp no sabemos si fue consciente de que estaba junto a un cadáver que poco podría hacer por ayudarle o pensaba que Green Boots era otro montañero que como él se había sentado a descansar. “Un cigarrito, viejo Green Boots”, “No, dame un trago de té” (El té parece ser la bebida oficial de todos los que ascienden al Everest. Lo preparan los sherpas que lo aprendieron a hacer de cuando las primeras expediciones a la cima del mundo. Los cigarrillos están prohibidos en alta montaña aunque hay, y hubo, escaladores que fumaban en el campo base, a más de 5.000 metros de altitud desde el nivel del mar).

Así como Green Boots no podía hacer nada por ayudar a Sharp, hasta un total de 40 alpinistas pasaron por delante del moribundo escalador inglés sin hacerle caso. La zona en la que está tirado el cuerpo de Green Boots es zona de paso de todos los que quieran ascender a la cima por la vertiente noroeste. La cuerda fija a la que se enganchan todos los alpinistas pasa junto a las ya tristemente famosas botas verdes del malhadado policía indio. Así que todos vieron que junto a Green Boots había otra persona, pero nadie hizo caso del pobre Sharp. Es lo que tiene de duro e insolidario la alta montaña: primero estoy yo, luego yo, después yo y al final de una larga lista llena de yoes, aparece ayudar a alguien de tu equipo. Mucho más al fondo aparece la frase “ayudar a otro que no va conmigo”. Lo denunció el mismísimo Sir Edmund Hillary, que es Dios para todo aquel que se inicia en el mundo de los ochomiles: “I think the whole attitude towards climbing Mount Everest has become rather horrifying. The people just want to get to the top. It was wrong if there was a man suffering altitude problems and was huddled under a rock, just to lift your hat, say good morning and pass on by”. (Creo que la actitud respecto a escalar en el Monte Everest se ha vuelto espantosa. La gente sólo desea llegar a la cima. Está mal que si ves a otro escalador sufriendo del mal de altura y cobijado bajo una roca, solo levantes tu sombrero, le saludes y pases de largo”.) Hillary lo denunció a posteriori, cuando le preguntaron sobre qué pensaba de lo que había sucedido con Sharp. Y aunque esa opinión le honra, estoy seguro de que el joven Hillary hubiese también pasado de largo. No es que me quiera meter con esa institución de la alta montaña que es el británico, simplemente hago constar un hecho: el alpinista de alta montaña es egoísta, pero no es egoísta como lo puede ser cualquiera en circunstancias normales, no, es egoísta porque sabe que si no lo es, puede perder la vida. Es así, son las cosas de dedicarse a una profesión de alto riesgo. Lo tomas o lo dejas. Si vales, cojonudo, pero si no vales, no me hagas perder el tiempo que ya bastante tengo yo con lo mío. Es una cuestión de tú o yo. Si te ayudo, no alcanzo la cima, o lo que es peor, si te ayudo, no lograré salir con vida de aquí. Cuando te juegas la vida a cada paso que das, la supervivencia es el único arma que te puede valer para poder contarlo después. También hay casos de heroicos rescates, de gente que se dejó la piel, y hasta la vida, por salvar a otra persona. Me estoy acordando de la solidaridad que se creó entre un amplio grupo de alpinistas para salvar la vida a Iñaki Ochoa de Olza, que acabó muriendo en las laderas de la cima del Annapurna tras varios días agonizando por culpa de un edema. La alta montaña está llena de bellas historias crueles.

Como es lógico, Sharp acabó muriendo. Solo, como es habitual para los que mueren en la alta montaña. Un escalador neozelandés llamado Mark Inglis, que tiene las dos piernas amputadas por debajo de la rodilla y sigue escalando con protésis (todo un monumento a cómo se pueden sortear las dificultades para seguir alcanzando sueños) se encontró con Sharp antes de alcanzar la cima. Pensó que estaba moribundo y la ley de la montaña dictó sentencia: “Si estás moribundo, ya no hay nada que hacer”. Una cruel ley que ayuda a que otros alpinistas e himalayistas puedan seguir viviendo tranquilos aun a pesar de haber dejado morir a alguien, o por lo menos, no haber intentado ayudarle. Inglis pensó, como piensan todos los que quieren subir al Everest, que la cima era más importante para él que intentar ayudar a Sharp. Inglis coronó el Everest, junto a sus compañeros de escalada, y a la vuelta, al pasar de nuevo junto al moribundo Sharp, debió de pensar: “Coño, si todavía está vivo este hijodeputa” (perdonad la licencia). Se agachó junto a Sharp, le limpió un poco la cara cubierta de hielo, congelada prácticamente, y le dio un trago de té. Las últimas palabras de Sharp fueron: “My name is David Sharp and I am with Asian Trekking” (Me llamo David Sharp y estoy con Asian Trekking, una empresa que oferta expediciones al Everest). Allí le dejaron más muerto que vivo. ¿Murió Sharp feliz? Creo sinceramente que no. Estoy seguro de que sería mucho más feliz si siguiera viviendo, rodeado de su familia, aún no habiendo logrado su sueño. Ya lo dije antes, hay sueños que matan. ¿Merece la pena perder la vida por un sueño? Ahora mismo no sabría qué contestar.

Una de las cosas que me quedan más claras de todo lo que he leído sobre las muertes acaecidas en el Everest es que la vida de uno depende de uno mismo, nadie va a venir a rescatarte. Y me explico: cualquier rescate a altitudes mayores de 7.000 metros es una auténtica quimera, es prácticamente imposible. Ningún helicóptero puede volar a esas alturas sin peligro de precipitarse cornisa abajo. Muy pocos alpinistas son capaces de rescatar a una persona moribunda o enferma de edema en condiciones tan extremas. Lo único que puede salvarte es intentar descender lo máximo que puedas para que las personas que van a rescatarte no pongan también en peligro sus vidas por salvar la tuya. Y en esas condiciones tan extremas, si no te mueves, estás muerto.

Fue lo que sucedió con Rob Hall durante el incidente de 1996. Hall era un escalador de gran nivel que a sus 35 años tenía mucha experiencia en los ochomiles. Regentaba una empresa llamada Adventure Consultants que se dedicaba a llevar a personas, clientes adinerados, a la cima del Everest. Era una empresa de éxito y por aquellos años, si estabas tan loco, o cuerdo (nunca se sabrá bien) por querer conseguir ese sueño, Hall era una apuesta segura: en los últimos años había logrado que coronaran el Everest no menos de 20 personas con diferentes niveles de montañerismo pero la mayoría con poca experiencia previa en grandes montañas. Si alguien sabía lo que había que hacer en el Everest, ése era Rob Hall. Su lema podría haber sido “Nosotros te llevamos hasta donde jamás pensaste que podrías llegar, a la cima del mundo”. ¿Cuál fue el pecado de Hall que hizo que perdiera la vida? Quizás la prepotencia, el sentirse invulnerable, el creer ser capaz de ir más allá porque nunca había sufrido ningún percance serio.

De los cinco fallecidos el 11 de mayo de 1996, cuatro pertenecían a la expedición comercial que había organizado Rob Hall. Su rival en el ámbito de las empresas que organizaban expediciones a las altas montañas era Scott Fischer. Habiendo leído dos libros que explican claramente lo sucedido durante esos días, tengo asumido que el equipo que había montado Fischer (Ocho clientes, tres guías y unos 10 sherpas) estaba mejor preparado que el de Hall (el mismo número de personas e igualmente distribuido).

¿Qué fue lo que sucedió? A grandes rasgos, la ambición desmedida de Hall y Fischer, el saberse rivales en la misma clase de negocio, el querer ir más allá, más lejos, más fuerte, les llevó a sobrevalorar sus propias condiciones o a no tener en cuenta sus propios límites. En el caso de la japonesa Namba, el problema quizás fue su debilidad y su escasa pericia técnica en alta montaña. En cuanto a Doug Hansen, lo suyo no parece estar muy claro. Hansen había participado con Hall en una expedición el año anterior y no pudo alcanzar la cima porque Hall le obligó a darse la vuelta ya que era muy tarde. Este año 1996, Hall había convencido a Hansen para que volviera al Everest: esta vez sí conseguiría coronar la cima. Pero durante la acometida final, a ambos escaladores les pasó lo mismo: se les estaba haciendo tarde. No se sabe muy bien porqué, en vez de darse la vuelta vencidos por la Diosa Madre de la Tierra y por las inclemencias del tiempo, decidieron seguir adelante, costase lo que costase llegar a la cima. No sabemos si Hall le dijo a Hansen que esta vez sí lograría o si fue Hansen el que obligó a Hall a guiarle hasta la cima. El resultado es que ambos escaladores coronaron tan tarde que la muerte ya se cernía sobre ellos mientras se hacían fotos y se abrazaban felices en la cima.
Por lo que se refiere al guía Andy Harris, aunque fue uno de los primeros que coronó de todo el grupo de escaladores que subía durante aquella jornada, padeció el mal de altura y no era capaz de distinguir si las botellas de oxígeno estaban vacías o llenas. Estaba tan afectado por un posible edema cerebral que fue su perdición.

No puedo finalizar este relato sin la historia de Beck Weathers, un auténtico triunfador en aquella tragedia en la montaña. Fue dado por muerto y su cuerpo se quedó junto al de la japonesa Namba. Pasó toda la noche tumbado en la nieve, al aire, y sin más resguardo que la ropa que llevaba puesta. Todos pensaron que había muerto. Pero el bueno de Beck se guardaba un as en la manga. De repente, cuando estaba amaneciendo, le vinieron las ganas de vivir, quizás los espíritus de todos los que perecieron allí antes que él le insuflaron un oxígeno protector que hizo que pudiera levantarse, caminar a trompicones y llegar hasta el campamento IV, donde aguardaban sus compañeros. Cuando le vieron llegar, casi arrastrándose, no pudieron creer lo que veían. Enseguida le atendieron y al final, Beck puede contar cómo logró salir vivo de la mayor tragedia que ha conocido el Everest. Eso sí, perdió el brazo derecho a la altura del codo, todos los dedos de la mano izquierda y gran parte de la nariz, que tuvieron que reconstruírsela.

Así está contada la historia de la montaña más alta del mundo. Historias de supervivencia que engrandecen las odiseas de aquellas personas que dieron su vida por alcanzar su cima.



jueves, 7 de marzo de 2013

El detective de Marlowe's Sons: El caso del empresario perdido (y V)


Capítulo 5

Entré a mi despacho con ganas de vomitar. Azurmendi iba a sufrir bastante después de lo que iban a hacer con él. Llamé a la mujer más bonita del mundo y le dije que no sabía nada de su marido. Dimití del caso y le recomendé que llamara a la policía y contara lo de la desaparición del empresario. Le dije que le devolvería el dinero adelantado y le pedí su número de cuenta. 

No tenía ganas de enfrentarme. Perdí una pasta, perdí un cliente, perdí un posible polvo con la mujer más guapa del mundo. Decidí acabar la noche en compañía de los fulanos y fulanas más rastreros de la ciudad. Estos todavía tienen formas. 

FIN

(Aquí acaba este relato. Espero que os haya gustado)

jueves, 28 de febrero de 2013

El detective de Marlowe's Sons: El caso del empresario perdido (IV)

Capítulo 4

Me pasé la tarde después del encuentro con Mónica investigando sobre la vida y quehaceres del empresario perdido. José Manuel Azurmendi tenía 56 años –su mujer, unos 26- y era dueño de varias empresas relacionadas con sectores estratégicos de la ciudad: el agua, la basura y la limpieza de edificios y calles. Aparentemente, no tenía enemigos, aunque, la realidad indica lo contrario: un tipo con mucho dinero tiene demasiados enemigos: trabajadores descontentos; empresarios envidiosos; políticos que no son de su cuerda; yo mismo, por estar casado con la mujer más hermosa del mundo. En un mundo como el que vivimos, cualquiera tiene enemigos.

Azurmendi no era uno de esos empresarios hechos a sí mismos que tan gratos son en las historias económicas de Estados Unidos y tan envidiados por estas lindes. Era hijo y nieto de una notable saga de empresarios capaces de hacer dinero de un montón de mierda –literalmente, ya que su familia llevaba el asunto de la recogida de la basura en la ciudad desde tiempos inmemoriales-, así que el joven Azurmendi fue un niño de papa hasta que se hizo cargo de los innumerables negocios de la familia. Por su cuenta y riesgo, había iniciado otros negocios como una pequeña cadena de hoteles de lujo, un gran casino en pleno centro de la ciudad y el mayor centro de prostitución de la región.

Aparentemente, los negocios le iban bien y no tenía deudas. En los últimos meses el Ayuntamiento le había entregado una medalla al mérito empresarial, es decir, el mejor del año en llevárselo crudo sin pagar impuestos. Pero hace unas semanas, Azurmendi Limpiezas S.A. había presentado un concurso de acreedores que llevaría al paro a una plantilla de 250 personas. ¿Estarían los trabajadores detrás del secuestro del empresario? Tenía que investigarlo.

Por lo pronto, la noticia no había saltado a los medios de comunicación. Una pequeña cortesía de la mujer más hermosa del mundo: me daba 24 horas para averiguar el paradero de su marido. Una vez pasado ese plazo, ella misma iría a comisaría a contar la desaparición de Azurmendi. Así que tenía que darme prisa. Hablé con dos o tres contactos y ellos mi dieron las señas de una casa aislada en el campo.

Cogí un taxi, pagado por la mujer más hermosa del mundo, para hacerme llegar hasta allí. Era de noche ya y temiendo meterme en algún lío imprevisto, pedí al conductor que me esperara hasta que volviera a salir. Aceptó gracias a mi gran poder de persuasión: un billete nuevecito de 100 euros.

La casa estaba a oscuras y no había ningún vehículo en los alrededores. O estaba vacía o estaban todos en un garaje o en el sótano. Me acerqué sutilmente y agucé el oído: efectivamente, no se oía nada, salvo algunos animales nocturnos y un suave viento que venía del sur. Me acerqué a la puerta y saqué mi pistola. Nunca llevo arma, no tengo ni licencia, pero me hago acompañar de una estupenda imitación de una Magnum 357 que ni el mismísimo Harry el Sucio podría distinguir de una auténtica.

Pegué la oreja a la puerta y no escuché nada. Dentro de la casa todo estaba oscuro. Me di la vuelta y busqué una entrada posterior o un garaje. Llevaba la pistola en la mano. Caminé unos diez pasos y de repente escuché unas voces. Me giré a tiempo de ver como se encendía la luz de la habitación que estaba junto a mí. Me agaché y me puse a un lado de la ventana. Las voces subían de tono pero su conversación era bastante cordial. Debo estar duro de oído porque no entendí nada de lo que decían. Intenté acercar la oreja a la ventana a ver si conseguía captar algo de lo que hablaban. Un ruido extraño hizo que me agachara instintivamente. Detrás de mí había alguien.

-Eh, tío, ¿qué coño haces aquí? –dijo la voz.

Me di la vuelta y me encontré con un tipo normal, vestido con vaqueros, camisa de cuadros y una chaqueta vaquera. Tenía algo de barriga y estaba un poco calvo. Estaba claro que no era un sanguinario sicario contratado por algún mafioso.

-Soy detective. Un soplo me ha traído aquí –dije (la verdad siempre por delante, ya habría tiempo de mentir cuando llegue la ocasión). –He oído rumores de que tenéis aquí encerrado a Azurmendi, el tío que os paga las nóminas.

-Bueno, ja, ja, ja, querrás decir que nos pagaba. –contestó el otro muy serio.
-¿Por qué hablas en pasado? ¿Está muerto?

-No, hombre. Porque nos dejó de pagar hace casi un año. Y encima el cabrón nos iba a echar a la calle, sabes.

-Bueno, son cosas que pasan. No tenemos que tomarnos todo a la tremenda. ¿Qué vais a hacer con Azurmendi?

-No sé. Yo acabo de llegar pero me da que los otros han estado divirtiéndose con él un rato.

-No te entiendo, ¿le habéis estado pegando?

-No… bueno, el nos daba por el culo con el tema de las nóminas y nosotros…, ya sabes.
Pegué un silbido de sorpresa que debió de oírse en toda la casa.

-¿Y cuántos asaltos creéis que va a aguantar? –pregunté.

-Bueno, somos 250 tíos los que nos íbamos a ir a la calle, sabes.

-¿Puedo hacer algo para intentar deteneros?

-Bueno, serás detective y tal, tienes una pistola de pega, somos 250 tíos…, sabes. ¿Cómo lo ves? ¿Crees que puedes hacer algo?

-¿Tan evidente es lo de la pistola?

-Sí, colega, se ve el tapón en el cañón, sabes.- y se río salvajemente. –Lo mejor es que te vayas largando antes de que los de dentro se enteren de que estás aquí.

-Eso es precisamente lo que iba a hacer. No me gusta meterme en líos entre trabajadores y patronos. Lo mío no son las relaciones laborales.

-Haces muy bien, sabes.

La puerta de la casa comenzaba a abrirse cuando yo entraba en el taxi.

-Larguémonos de aquí cuanto antes. 


El próximo viernes se publicará el último capítulo de este relato.

jueves, 21 de febrero de 2013

El detective de Marlowe's Sons: El caso del empresario perdido (III)

Capítulo 3

A las once de la noche, después de haber pasado toda la tarde en un garito del centro de la ciudad bebiendo y jugando al póker –y ganando bastante dinero como para no trabajar en los próximos dos días- volví a mi despacho-casa caminando de la manera que más a gusto y cómodo me siento: haciendo eses, golpeándome contra las farolas, cayéndome cada dos por tres e incluso, gateando cuando se me escapaban las fuerzas para mantenerme en pie. Son los pequeños detalles los que dan la felicidad a uno. Tras media hora forcejeando con la llave en la puerta de entrada al edificio donde tenía mi pequeño paraíso, una voz garrula me llamó por mi verdadero nombre. Omitiré cuál es por temor a herirles los oídos.


-Ya era hora de que volvieras por aquí.- dijo el dueño del Bar Aragón. –Esta tarde ha pasado por el bar una mujer muy guapa preguntando por ti.

-¿Y eso te extraña?

-Claro, hombre, era demasiado guapa. Por lo que dijo estaba pensando en contratarte para un asunto que tiene entre manos. No dijo más sobre de qué iba el tema. Se despidió diciendo que volvería mañana sobre las doce del mediodía.

-Humm, interesante. ¿Y cómo era la mujer?

-Era la mujer más guapa que he visto en mi vida.

-Vaya, así que le gustó lo de la otra noche y quiere repetir… interesante.

-¿Qué dices?

-Nada, cosas mías. Dices que era la mujer más guapa que…

-Y con dinero, amigo, cuando se fue se montó en un deportivo rojo que sólo he tenido la suerte de ver en fotos y en películas.

-Y con dinero… interesante.

-¿Te pasa algo, Marlowe?

-No, estaba deduciendo.

-Ea, pues ya lo sabes, tienes una cliente estupenda deseando contratarte. Asegúrate de pedirle mucho dinero y así podrás pagarme todo lo que me debes.

-De acuerdo. Y dicho esto, me derrumbé.

Dos horas después, logré levantarme con pesadez, abrí la puerta y llegué como pude hasta la cama. Me volví a derrumbar y creo que quedé inconsciente hasta que el timbre de la puerta me reventó el tímpano izquierdo, que era el que tenía al aire. Me sacudí las sábanas y acudí raudo a la puerta. Miré por la mirilla y, efectivamente, vi a la mujer más hermosa que mis ojos habían visto en toda su dilatada vida. Automáticamente, me puse nervioso, vi que estaba desnudo y empalmado. Farfullé a través de la puerta unas palabras de disculpa. Corrí a la habitación y me puse rápidamente la misma ropa del día anterior. Olía mal y estaba arrugada, no iba a causarle una primera gran impresión a aquella belleza, pero tampoco podía dejarla en la puerta tanto tiempo.

Volví ante la puerta, respiré hondo y permití la entrada a mi pequeño paraíso a la diosa rubia. Cuando la vi de frente me quedé sin palabras. Casi me da un infarto. Había vuelto a la niñez y era incapaz de articular una sola sílaba.

-¿Es usted Marlowe? –preguntó ella con una voz sedosa y melosa.

-Ah… eh… p… s… -y como no quería que me pasara lo de aquella vez en la mercería que robó mi padre, le hice un amplio gesto que indicaba, al mismo tiempo, que entrara dentro y que estaba dispuesto a servirla toda la vida. Economía gestual se llama.

Ella entró caminando fuertemente sobre unos elegantes tacones altos y antes de que dijera algo más, le indiqué que se sentara en la silla que queda enfrente de la mía en mi despacho. La diosa rubia se sentó y cruzó las piernas y jamás escuché un sonido más sensual que el roce de las medias negras que llevaba puestas. Ojiplático, boquiabierto, semejaba más un lelo que un apuesto detective con más de 40 años de experiencia en la vida. Me senté enfrente de ella e intenté comportarme como un hombre normal: la desnudé con la mirada y me imaginé como ella y yo follábamos en la suite de un hotel de lujo, pagada por ella, por supuesto.

-Efectivamente, señorita…

-Señora, Señora de Azurmendi. Mónica, si no le importa.

-Efectivamente, señora de… Mónica, soy el detective de esta agencia.

-¿Pero es usted Marlowe?

-No puedo serlo, como usted comprenderá por mi edad. Soy… su hijo, eso es, soy uno de sus hijos.

-Ya veo. ¿Y qué fue de su padre?

-Ah… bueno, murió… murió de viejo. Era muy mayor, pero murió muy feliz, rodeado de todos sus hijos y de toda su familia. Fue un gran hombre. En esta agencia mantenemos su legado.

-Ya… ¿y sus hermanos?

-¿Hermanos?, ¿de mi padre?

-No, tonto (y esa palabra me sonó a gloria), los de usted, sus hermanos.

-Ahhh. Bueno, no éramos tantos, ¿sabe? Sólo éramos dos, es decir, otro y yo. Él lo dejó todo y ahora se dedica a la pesca deportiva.

-Ya… en fin, veo que usted es el único que me puede ayudar en este asunto.

-Por favor, tutéeme, como si nos conociéramos de toda la vida. ¿De qué se trata?

-Está bien, el caso es que… ay, no sé cómo empezar. Bueno, que he perdido a mi marido.

-¿Cómo que ha perdido a su marido?

-Sé que sonará raro pero es así.

Según el relato que me hizo la diosa rubia, ella y su marido estaban disfrutando de una agradable velada en un hotel de lujo de la costa. Como ella estaba ya vestida y tenía que hacer un recado antes de que la pareja fuera a la playa, se fue de la habitación dejando a su marido terminando de vestirse, quedando en verse media hora después en el vestíbulo del hotel. Una hora después, la diosa rubia se cansó de esperar y regresó a la habitación y descubrió que su marido no estaba allí. Le llamó al móvil y salió un mensaje de que ese número no estaba disponible. Bajó a la recepción y preguntó si sabían algo de su marido. Le dijeron que no. Como ella no quiso montar un escándalo, pagó y se fue a casa, a ver si estaba allí. Había pasado dos días desde la pérdida, perdón, desaparición, del señor Azurmendi, a la postre, uno de los empresarios más importantes de la ciudad. Un auténtico prócer de la comunidad que evadía impuestos y pagaba salarios ínfimos a sus trabajadores, en fin, nada del otro mundo en la élite empresarial de un país que permite a sus ricachones que hagan de su capa un sayo. Para mí, un caso en el que no me iba a ganar el cielo pero sí unos buenos años en la tierra.

-Entonces, ¿quiere usted decir que su marido ha desaparecido?

-Eso es, dije perdido porque le siento como mío, pero me refería a eso. Pero tutéeme, por favor.

-Claro, Mónica. ¿Teme usted que sea un asunto de cuernos?

-Míreme bien… ¿Cree usted que podría temer algo así?

-Efectivamente, tengo que certificar que si su marido le ha puesto los cuernos es un imbécil.

-Ja, ja, ja. Es usted muy gracioso, ¿sabe?

Acto seguido, me derretí. Ella se fue de mi despacho aceptando mi tarifa de 1.000 euros diarios por la investigación y 5.000 más si lograba encontrar al señor Azurmendi. 


El próximo viernes se publicará el capítulo 4. 

jueves, 14 de febrero de 2013

El detective de Marlowe's Sons: El caso del empresario perdido (II)

Capítulo 2

La agencia de detectives Marlowe’s Sons es un sitio con caché. Lo monté dos semanas después de que me echaran de la academia de policía por culpa de un quítame de encima esa mujer del comisario. Juré eternamente que fue ella la que se me echó a mí, seguramente pensaba que siendo tan buen alumno como era y con los contactos que tenía en las altas esferas, no tardaría en quitarle el puesto a su marido. Nadie me creyó, y mucho menos el comisario, así que a una semana de licenciarme y obtener mi título para empezar a ejercer en las peligrosas calles de esta ciudad, me vi en la calle.

Pero no me amilané. Me cogí una cogorza que me duró una semana y en la siguiente semana ya estaba encargando el rótulo que daría fama a mi negocio: Marlowe’s Sons. El oficio de policía me había sido imbuido desde niño ya que mi padre, mi auténtico padre, no el que figura como mi padre en mi agencia, había sido toda su vida un ejemplar miembro de los más afamados carteristas de la ciudad, y mi juego preferido con él era detenerle. Eso cuando no estaba detenido de verdad, lo que ocurrió en infinidad de ocasiones durante mi tierna infancia, cuando yo incubaba dentro de mí convertirme en un respetado agente de la ley que lucha contra el crimen, es decir, contra mi padre.

Huelga decir que a mi progenitor no le gustó nada mi vocación y no le hacía nada de gracia que cuando él llegara a casa, yo le sorprendiera en el rellano del portal y le gritara que se detuviera, le ponía unas esposas y me lo llevaba al cuarto oscuro hasta que me jurara que se iba a portar bien. Cosas de familia. Un día, recuerdo que yo tendría unos 10 años, me llevó con él a robar en una mercería. No entendí bien por qué quería robar allí, donde habría tan poco dinero. Nunca lo supe. Cuando murió, encontramos un montón de lencería, medias y ropa de mujer en un armario cerrado bajo llave. Sigo sin entenderlo. Si ese negocio no da dinero.

En aquella mercería, mi padre se dio cuenta de que yo nunca valdría para ladrón. Mi padre me pidió que entrara en la tienda y gritara que era un robo y que me dieran todo el dinero que tuvieran en la caja registradora. Yo entré, carita de niño bueno; pelo ensortijado castaño claro; camiseta de mi equipo de fútbol favorito; y unos pantalones cortos que dejaban a la vista unas rodillas masacradas por los distintos golpes que mi afición al ciclismo me había dejado.

-Mira qué niño más mono. ¿Qué quieres, ricura? –me preguntó la señora de la mercería. ¿Tu madre te ha mandado a comprar algo?

-No, mi padre me ha mandado aquí.

-¿Tu padre?, y ¿qué es lo que quiere tu padre aquí?

-Esto… pues… yo… mi…

-Anda, ricura, dinos que es lo que quiere tu padre.

Y con tanto ricura por aquí y tanta historia por allá, me eché a llorar y me meé encima. Mi padre entró corriendo, con una media en la cabeza –sigo sin entender la fijación de mi padre por esas prendas- y se llevó todo lo que pudo antes de que la señora pudiera dar un paso. Metió todo en una furgoneta que usaba para el trabajo y se largó. Media hora después, regresó.

-Perdón, me he dejado al niño. Y ahora sí me llevó con él.

Aquel día se forjó más hondamente mi vocación de ser un servidor de la ley, un agente que lucharía contra el crimen organizado, e incluso el desorganizado, del cual mi padre era un especialista. Todo sea por llevar la contraria a quién te ha traído al mundo. De mi madre no puedo contarles mucho porque no la conocí en vida, en vida de ella quiero decir. Murió sin remedio mientras me daba a luz.

A los 16 años, habiendo sido un deportista espectacular para mi talla, un metro y 50 centímetros, destaqué en deportes adecuados a mi altura como el ping pong y el ajedrez. Antes fui, como ya les he dicho, campeón interescolar de triple salto: una estupenda competición en la que participaron dos colegios y tres alumnos. No me digan porqué pero yo fui el único capaz de saltar más de tres metros. Guardó ese trofeo con un cariño inmenso desde que me lo dieron, cuando tenía unos 12 años. En aquel momento, mi padre se encontraba en una cárcel cercana y no pudo escaparse para verme triunfar. No pasa nada, no se lo tengo en cuenta.

Con 18 años, y habiendo pegado el estirón hasta mi metro y 70 centímetros actuales, me fui a hacer la mili con unas ganas tremendas de aprender. Salí de allí, dos años después, hecho un hombre. Había aprendido todo lo necesario para sobrevivir en la dura vida que me esperaba como civil: a emborracharme con los peores licores; a ganar partidas de póker haciendo trampas; a engatusar a putas para follar gratis; en fin, todo lo que el denostado servicio militar hace por un español de bien.

Con 20 años, licenciado ya de la mili, tenía toda la vida por delante para disfrutarla. Ya no podía jugar con mi padre a polis y ladrones porque había vuelto a la cárcel y esta vez para unos cuantos años: un robo en una zapatería que salió mal tuvo la culpa. La dependienta de la zapatería le clavó a mi padre el tacón de aguja de un zapato de mujer en la nalga derecha y en respuesta, mi padre le pegó un pisotón con sus botas militares, con tan mala fortuna que la mujer cayó al suelo y se desnucó.

Con mis antecedentes, no me fue muy difícil entrar en la academia de policía de mi ciudad. Y al cabo de tres años, pasó lo que pasó con la mujer del comisario, que yo no sabía que era la mujer del comisario, y me echaron. Así, libre de ataduras y con muchas ganas de demostrar mis condiciones policiales y detectivescas, fue como levanté mi pequeño imperio.

Ah, aún recuerdo como si fuera hoy mi primer día de trabajo, y eso que han pasado algo más de 20 años. El brillante cartel en el que ponía “Marlowe’s Sons”, en elegante tipografía de color oro, relucía en la puerta de entrada de mi despacho-oficina-hogar. Aún hoy, cada vez que lo veo, me emociono. Sigue igual que aquel primer día.

Me costó hacerme un hueco entre la abultada oferta de detectives y similares que había en la ciudad, pero tras unos pocos casos sin importancia, empezó a despegar mi carrera y mi nombre era reconocido en todas las comisarías, los laboratorios de forenses, las redacciones de periódicos, los despachos de los políticos y los garitos nocturnos, donde encontré a los mejores confidentes.

Pero todo esto fue hace mucho tiempo. Creo que debería regresar a la noche de autos.


El próximo viernes se publicará el capítulo 3.