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domingo, 10 de marzo de 2013

La zona de la muerte

Llevo varios días obsesionado con un hecho que ocurrió en mayo de 1996, fecha en la que yo tenía 23 años recién cumplidos. En aquel momento, yo me encontraba finalizando el tercer curso de la licenciatura de Periodismo en la Universidad del País Vasco. Los estudios y un programa semanal que hacía en una emisora local, Gorliz Irratia, era todo a lo que dedicaba mi tiempo. Además, como en casi todas las etapas de mi vida, leía mucho, sobre todo literatura, y veía mucho cine, las dos mayores pasiones de mi vida. De vez en cuando, escribía algo, ya que fue esto, las ganas de escribir, lo que me llevó a querer estudiar Periodismo, en lugar de otras carreras como Medicina, Odontología o Bellas Artes que estuvieron en mi lista de preinscripción.

No fue, ciertamente, mi afán por conseguir noticias si no mi afán por la curiosidad, por saber cosas nuevas, por indagar en otros aspectos de la vida, por descifrar las claves de otros mundos que desconozco, por intentar dejar por escrito, más mal que bien, los hechos que suceden a nuestro alrededor, por lo que decidí estudiar Periodismo. Es decir, no me importaba que tal pintor hubiera conseguido un importante premio, si no, qué y cómo había hecho para llegar a conseguir ese premio: cuáles eran las circunstancias de su vida y todas esas cosas que son la base de que alguien llegue a ser apreciado por quienes le rodean.

Ha sido precisamente la curiosidad, una poderosa herramienta que nos lleva a lograr diferentes objetivos en la vida, la que me ha llevado a obsesionarme con el incidente de 1996 del que, creo recordar, no había tenido noticia hasta hace apenas unos días. Quizás porque el mundo en el que está envuelto el incidente de 1996 sea un ente tan alejado de mí y de mis vivencias como el mundo de la mar lo pueda estar para alguien nacido tierras adentro. Nunca se me había ocurrido leer sobre ese asunto.

La curiosidad surgió cuando escuché en un programa de radio que en el monte Everest había algo llamado “la zona de la muerte”, que está plagada de los cuerpos inertes, y sorprendentemente bien conservados, gracias a las extremas temperaturas que hay a unos 8.000 metros de altitud, de un gran número de montañeros y alpinistas que habían fallecido tras intentar alcanzar la cima del llamado Tercer Polo. Inmediatamente, busqué en internet fotos de esa zona y puedo asegurar que me impactaron. Lo que me sorprendió más que ninguna otra cosa es que sería impensable en cualquier sociedad, sea cual sea la altitud a la que esté situada, dejar los cadáveres sin cubrir, sin enterrar, a la vista de todos los que pasaran por allí, tal y como murieron. Allí, lamentablemente, era algo habitual. Y la pregunta inevitable surgió: ¿Por qué era normal para los alpinistas dejar a la vista los cuerpos putrefactos de sus compañeros, de sus amigos, de sus familiares? ¿No era posible efectuar un rescate de esos cuerpos para que fueran enterrados en la tierra en la que nacieron? ¿Era quizás una especie de recordatorio para todo aquel que subiera a la cima de la Diosa Madre de la Tierra, como la llaman los sherpas, de que la muerte era algo peligrosamente cercano cuando se lidian aventuras a más de 8.000 metros de altura?

Según la Wikipedia, que quizás no sea la fuente más fiable del planeta Internet, pero sí una de las más accesibles para cualquiera, hasta el 20 de mayo de 2012 habían muerto en el monte Everest 230 personas. La cifra de cuántas personas han alcanzado la cumbre no está muy clara pero puede rondar las 3.000 personas. Muchos de los que llegaron a la cumbre murieron mientras descendían de las peligrosas laderas del Everest. Otros de los que murieron jamás hicieron cumbre.

El caso más famoso de montañeros muertos antes de alcanzar la cumbre del techo del mundo es el de la expedición británica del año 1924, que comandaba George L. Mallory. (http://es.wikipedia.org/wiki/George_Leigh_Mallory). Mallory, que lideró las tres primeras expediciones británicas al monte Everest, estaba realmente obsesionado con ser el primero en alcanzar la cumbre de la Diosa Tierra de la Madre. En su último intento, iniciado el día 7 de junio de 1924, Mallory, acompañado de Andrew Irvine, no consiguió llegar a la cumbre y, lo que es peor, no pudo regresar para contar su nuevo fracaso. Ambos montañeros perecieron entre el 8 y el 9 de junio de 1924. Hay una pequeña controversia en el mundo del himalayismo sobre si Mallory e Irvine fueron capaces de alcanzar la cumbre y murieron mientras descendían. Dos de los más prestigiosos alpinistas de la historia de este arriesgado deporte, Sir Edmund Hillary, el primer hombre que alcanzó la cumbre del Everest el 29 de mayo de 1953, acompañado del sherpa Tenzing Norgay; y Reinhold Meissner, el primer escalador que besó la cima del Everest sin oxígeno, en 1978, están de acuerdo en que es materialmente imposible que Mallory e Irvine alcanzarán la cumbre, teniendo en cuenta las condiciones meteorológicas y el escaso equipamiento que había en esa época.

Antes de que Mallory e Irvine perecieran intentando alcanzar la cumbre más alta del mundo, otras nueve personas –todos sherpas y pertenecientes a las tres primeras expediciones británicas de 1921, 1922 y 1924- habían fallecido por intentar hollar la cima del monte Everest. Pero fueron precisamente los dos británicos, por algo nuestro mundo es más sensible a las muertes de occidentales que a las de lejanos orientales, los que encendieron la mecha y poblaron los sueños de un gran número de personas que se dijeron a sí mismos: “Ellos no lo lograron, pero yo sí puedo”.

Así, la historia de cómo el hombre consiguió alcanzar la cumbre del monte más alto del mundo -8.848 metros sobre el nivel del mar- surgió de la necesidad de alcanzar los sueños que otros no lograron y del afán de superación del ser humano. Y por el camino dejó historias de éxitos y de fracasos, de alegría y de tristeza, de vida y muerte. Porque hay sueños que pueden conducir a la muerte.

Así las cosas, nos encontramos en la primavera de 1996, cuando varias expediciones de diferentes estilos (comerciales, en solitario, para filmar un documental, la primera sudafricana) se unen en el campamento base del Everest, que está situado a 5.360 metros de altitud (una altitud a la que muy poca gente en el mundo ha llegado y en la que es bastante complicado respirar, ya que el oxígeno se reduce a la mitad del que hay a nivel del mar) para desafiar una vez más a la Diosa Madre de la Tierra. Entre la multitud de alpinistas dispuestos a alcanzar la cima del Everest esa temporada hay un importante número de grandes escaladores como Rob Hall, Scott Fischer, Anatoly Boukreev, Ed Viesturs y el sherpa Lopsang Jangbu. Todos ellos ya conocían las mieles del triunfo en la cima del Everest y ahora participaban como guías de escalada. De los cinco, sólo uno vive en la actualidad. Hall y Fischer murieron en mayo de 1996; Lopsang Rampa murió en septiembre de 1996 también en el Everest; y Boukreev falleció el 25 de diciembre de 1997 durante una ascensión al temible Annapurna, la montaña más peligrosa de la tierra.

El incidente de 1996 que incitó mi curiosidad sobre este tema y me ha llevado a leer dos libros que cuentan de primera mano lo que sucedió en las cumbres del Everest durante esos días de mayo de 1996 supone para mí, un neófito en esta materia de la alta montaña, un punto de inflexión. Al mismo tiempo que Hall y Fischer, dos alpinistas experimentados y con varios ochomiles en su haber, fallecieron seis personas más: Andy Harris, Doug Hansen, la japonesa Yasuko Namba (los tres formaban parte de la expedición de Rob Hall) y tres montañeros de la Policía de Frontera Indo-tibetana, uno de cuyos cuerpos es famoso entre quienes suben al Everest por su sobrenombre, “Green Boots”, debido a las llamativas botas verdes de escalada que lleva puestas. Si veis fotos de Green Boots veréis que este escalador parece estar durmiendo, semiacurrucado, y situado debajo de una especie de cueva, como si estuviera echando un sueñecito protegiéndose del frío y del viento bajo un manto de piedras antes de volver a levantarse y seguir ascendiendo hacia las cumbres. No es el único de los fallecidos olvidados en el Everest que parece estar durmiendo.

Además de estas muertes, antes de que acabara el trágico mes, otros dos montañeros fallecieron por las complicaciones derivadas de realizar algo muy peligroso en un entorno muy peligroso. El austriaco Reinhard Wlasich falleció el 19 de mayo por el llamado mal de altura, que se refiere a dos tipos de edemas, el cerebral y el pulmonar. La causa es la falta de oxígeno, lo que afecta al cerebro y a los pulmones, que se encharcan. La consecuencia de este mal de altura suele ser la muerte. Ha pasado otras veces y seguirá pasando. Por su parte, el británico Bruce Herrod, fallecido el 25 de mayo, es quizás el caso más diáfano de intentar conseguir un sueño, una meta, aun a costa de la vida. Su sueño era alcanzar la cima del monte Everest. A Herrod sólo le importó el fin pero no contaba con los mejores medios: en este caso, una exigencia física y psíquica a la altura de las circunstancias. Dicen los entendidos, aquellos que han logrado la hazaña de escalar hasta la cima del Everest, que a esa altitud, la mente no razona igual que en circunstancias normales. En circunstancias normales, uno es capaz de darse cuenta de cuándo está a punto de alcanzar su límite y está arriesgando por encima de sus posibilidades. En ese momento, es capaz de razonar y de intentar no ponerse en riesgo. Es capaz de darse la vuelta y admitir, quizás derrotado, que no ha sido posible lograr ese sueño. Y lo mejor de todo es que podrá contarlo: “Llegué hasta el límite, di todo lo que podía, pero no pude conseguirlo. ¿Es una derrota? Según cómo lo veas, yo lo veo de la siguiente manera, llegué allí y fui lo suficientemente lúcido como para admitir que no podría lograr mi objetivo. Eso también es un triunfo porque sigo vivo y te lo puedo contar”.

Pero Herrod no lo hizo y murió. Lo más cruel de su caso es que consiguió llegar a la cima y debió de morir poco después, como si una vez alcanzado su sueño, hubiera desfallecido. Ya está, lo he conseguido, puedo morir tranquilamente. Y no se dio cuenta (o su embotamiento mental era de tal magnitud, debido a la falta de oxígeno, que no fue capaz de darse cuenta) de que lo mejor de haber logrado ese sueño era poder contarlo después. ¿De qué sirven los sueños alcanzados si después no puedes disfrutar de ellos? El epílogo a la triste historia de Herrod es que un año después, una expedición encontró su cuerpo colgando de una cuerda fija en el escalón Hillary, una pared vertical de unos 12 metros de altura y que requiere pericia y fuerzas para escalarlo. Al parecer, a Herrod le flaquearon las fuerzas tras alcanzar la cima. Allí quedó colgado el cuerpo de Herrod durante unos meses hasta que otro alpinista de renombre, Peter Athans, tuvo la valentía de recoger algunas pertenencias del fallecido, entre ellas su cámara de fotos, y cortar la cuerda que sujetaba a Herrod en una postura antinatural, bocabajo. El cuerpo cayó al vacío y allí quedó para siempre. El revelado del carrete de aquella cámara de fotos mostró al mundo la última imagen de Herrod con vida: posa sonriente en la cima del Everest. Eran las cinco y media de la tarde, le quedaban pocas horas de vida, pero era feliz de haber logrado su sueño. Dicen las crónicas de su muerte que durante su última comunicación por radio con su mujer, para decirle que había logrado coronar el Everest, ella y otros miembros de su expedición que escuchaban la conversación, le dijeron que bajase ya, que ya era un cádaver andante aunque no lo supiera. Ciertamente, en la foto se muestra muy feliz. Quizás el momento último de la muerte sea como una especie de éxtasis celestial. Hay un muy buen artículo publicado en Standard en el que la novia de Herrod cuenta cómo vivió aquellos momentos. (http://www.standard.co.uk/news/i-lost-my-love-to-everest-7294906.html)

Y mi siguiente pregunta fue: ¿Qué llevó a esa gente a cometer semejantes locuras? La respuesta no es sencilla, o mejor dicho, hay muchas respuestas a esa pregunta, tantas respuestas como personas lo han intentado. Para los sherpas, la respuesta es clara. En una región pobre como la que rodea el Everest, trabajar para los alpinistas se ha convertido en el mejor modo de vida que pueden conseguir. Son personas acostumbradas a vivir en grandes altitudes, son menudos y fibrosos, son resistentes y recios, son leales y serviciales. Son, en definitiva, la mejor compañía para aquellos occidentales que necesitan, como el respirar, ascender a la cumbre del mundo.

¿Y para los demás? ¿Qué necesidad tienen de exponerse a algo tan peligroso como ascender a una altitud de más de 8.000 metros? Voy más lejos, ¿por qué para unos es necesario y para otros sería impensable? ¿Acaso los sueños de quienes no sueñan con escalar el Everest son peores que los que sí sueñan con hacerlo? Este artículo nace de la incomprensión de este deporte de riesgo. Nace de intentar y querer comprender a la gente que sueña con alcanzar la cumbre del Everest. Nace de la curiosidad que me suscitó el enterarme que las cercanías de la cima del Everest están plagadas de los cuerpos de montañeros que dieron su vida por alcanzar su sueño.

Y repito, su sueño. Porque los sueños de cada persona son únicos e intransferibles. Entre mis sueños no se incluye escalar el monte Everest, aunque ahora sí me apetecería recorrer el campo base preguntando a la gente por sus motivaciones. ¿Todas las personas que quieren alcanzar la cima del monte Everest buscan la inmortalidad, el sentirse superiores, o hay un placer perverso en verse sometido a condiciones infrahumanas para alcanzar algo tan breve como la cima de una montaña, aunque sea la más alta del mundo?

La historia del Everest está repleta de relatos de superación y sacrificio, de compañerismo, de trabajo en equipo, de ayudarse los unos a los otros, de solidaridad, de alegría, fuerza y vida. Pero también está repleta de tragedias, de muertes, de egoísmo, de fatalidades, de insolidaridad, de dejar a los compañeros atrás y de ver morir a gente querida.

Hay una historia del Everest que ilustra como ninguna la parte trágica de lo que supone este deporte de riesgo. Nuestro protagonista se llama David Sharp, es profesor de matemáticas y tiene 34 años. Nació un año antes que yo. Sobre todas las cosas, Sharp es montañero y eso lo diferencia de la gran totalidad de la población mundial. No sólo es montañero, es un hombre que ha escalado montañas muy altas, entre ellas el Cho Oyu (8.201 metros), lo cual le hace ser miembro de uno de los clubes más exclusivos del mundo: haber alcanzado la cumbre de uno de los ochomiles. Cuando uno es capaz de llegar tan alto, quizás se cree inmortal, ha alcanzado un estatus que muy pocos logran y se siente una especie de Dios, inmune a lo que le digan los demás, incluso sus familiares y amigos. Se cree, quizás, invencible, pero la montaña más alta del mundo ha demostrado, precisamente, que no hay nadie invencible. Los que subieron al Everest y volvieron para bajar y contarlo, no pudieron estar más de dos horas en la cima, lo cual, siendo sincero, es muy poco tiempo para que uno llegue a sentirse un Dios en la tierra.

Con ese bagaje sentimental que te otorgar ser miembro de un prestigioso club, con la mente puesta en un único objetivo: alcanzar la cumbre, y sin ser consciente de los peligros que acechan a todo aquel que intenta superar sus propios límites, Sharp decidió en el año 2006 subir sin más compañía que el aliento propio y rodeado de los espíritus de todos los que se quedaron en el camino. Se sintió tan fuerte, mental y físicamente, que prescindió de la compañía que todos anhelan cuando están ascendiendo: los sherpas. Y su lucha por conseguir un sueño egoísta e inútil acabó con su vida. A 8.500 metros de altura, no se sabe a ciencia cierta si después de coronar la cima o intentando llegar a ella, el exhausto Sharp se sentó a descansar bajo una especie de cueva, protegido del viento y acompañado de un viejo amigo, Green Boots, el escalador indio muerto diez años antes. Evidentemente, un muerto no es la mejor compañía para un vivo, ni siquiera para un moribundo. El viejo Green Boots contempló silencioso como la vida de Sharp se iba alejando despacio. El joven Sharp no sabemos si fue consciente de que estaba junto a un cadáver que poco podría hacer por ayudarle o pensaba que Green Boots era otro montañero que como él se había sentado a descansar. “Un cigarrito, viejo Green Boots”, “No, dame un trago de té” (El té parece ser la bebida oficial de todos los que ascienden al Everest. Lo preparan los sherpas que lo aprendieron a hacer de cuando las primeras expediciones a la cima del mundo. Los cigarrillos están prohibidos en alta montaña aunque hay, y hubo, escaladores que fumaban en el campo base, a más de 5.000 metros de altitud desde el nivel del mar).

Así como Green Boots no podía hacer nada por ayudar a Sharp, hasta un total de 40 alpinistas pasaron por delante del moribundo escalador inglés sin hacerle caso. La zona en la que está tirado el cuerpo de Green Boots es zona de paso de todos los que quieran ascender a la cima por la vertiente noroeste. La cuerda fija a la que se enganchan todos los alpinistas pasa junto a las ya tristemente famosas botas verdes del malhadado policía indio. Así que todos vieron que junto a Green Boots había otra persona, pero nadie hizo caso del pobre Sharp. Es lo que tiene de duro e insolidario la alta montaña: primero estoy yo, luego yo, después yo y al final de una larga lista llena de yoes, aparece ayudar a alguien de tu equipo. Mucho más al fondo aparece la frase “ayudar a otro que no va conmigo”. Lo denunció el mismísimo Sir Edmund Hillary, que es Dios para todo aquel que se inicia en el mundo de los ochomiles: “I think the whole attitude towards climbing Mount Everest has become rather horrifying. The people just want to get to the top. It was wrong if there was a man suffering altitude problems and was huddled under a rock, just to lift your hat, say good morning and pass on by”. (Creo que la actitud respecto a escalar en el Monte Everest se ha vuelto espantosa. La gente sólo desea llegar a la cima. Está mal que si ves a otro escalador sufriendo del mal de altura y cobijado bajo una roca, solo levantes tu sombrero, le saludes y pases de largo”.) Hillary lo denunció a posteriori, cuando le preguntaron sobre qué pensaba de lo que había sucedido con Sharp. Y aunque esa opinión le honra, estoy seguro de que el joven Hillary hubiese también pasado de largo. No es que me quiera meter con esa institución de la alta montaña que es el británico, simplemente hago constar un hecho: el alpinista de alta montaña es egoísta, pero no es egoísta como lo puede ser cualquiera en circunstancias normales, no, es egoísta porque sabe que si no lo es, puede perder la vida. Es así, son las cosas de dedicarse a una profesión de alto riesgo. Lo tomas o lo dejas. Si vales, cojonudo, pero si no vales, no me hagas perder el tiempo que ya bastante tengo yo con lo mío. Es una cuestión de tú o yo. Si te ayudo, no alcanzo la cima, o lo que es peor, si te ayudo, no lograré salir con vida de aquí. Cuando te juegas la vida a cada paso que das, la supervivencia es el único arma que te puede valer para poder contarlo después. También hay casos de heroicos rescates, de gente que se dejó la piel, y hasta la vida, por salvar a otra persona. Me estoy acordando de la solidaridad que se creó entre un amplio grupo de alpinistas para salvar la vida a Iñaki Ochoa de Olza, que acabó muriendo en las laderas de la cima del Annapurna tras varios días agonizando por culpa de un edema. La alta montaña está llena de bellas historias crueles.

Como es lógico, Sharp acabó muriendo. Solo, como es habitual para los que mueren en la alta montaña. Un escalador neozelandés llamado Mark Inglis, que tiene las dos piernas amputadas por debajo de la rodilla y sigue escalando con protésis (todo un monumento a cómo se pueden sortear las dificultades para seguir alcanzando sueños) se encontró con Sharp antes de alcanzar la cima. Pensó que estaba moribundo y la ley de la montaña dictó sentencia: “Si estás moribundo, ya no hay nada que hacer”. Una cruel ley que ayuda a que otros alpinistas e himalayistas puedan seguir viviendo tranquilos aun a pesar de haber dejado morir a alguien, o por lo menos, no haber intentado ayudarle. Inglis pensó, como piensan todos los que quieren subir al Everest, que la cima era más importante para él que intentar ayudar a Sharp. Inglis coronó el Everest, junto a sus compañeros de escalada, y a la vuelta, al pasar de nuevo junto al moribundo Sharp, debió de pensar: “Coño, si todavía está vivo este hijodeputa” (perdonad la licencia). Se agachó junto a Sharp, le limpió un poco la cara cubierta de hielo, congelada prácticamente, y le dio un trago de té. Las últimas palabras de Sharp fueron: “My name is David Sharp and I am with Asian Trekking” (Me llamo David Sharp y estoy con Asian Trekking, una empresa que oferta expediciones al Everest). Allí le dejaron más muerto que vivo. ¿Murió Sharp feliz? Creo sinceramente que no. Estoy seguro de que sería mucho más feliz si siguiera viviendo, rodeado de su familia, aún no habiendo logrado su sueño. Ya lo dije antes, hay sueños que matan. ¿Merece la pena perder la vida por un sueño? Ahora mismo no sabría qué contestar.

Una de las cosas que me quedan más claras de todo lo que he leído sobre las muertes acaecidas en el Everest es que la vida de uno depende de uno mismo, nadie va a venir a rescatarte. Y me explico: cualquier rescate a altitudes mayores de 7.000 metros es una auténtica quimera, es prácticamente imposible. Ningún helicóptero puede volar a esas alturas sin peligro de precipitarse cornisa abajo. Muy pocos alpinistas son capaces de rescatar a una persona moribunda o enferma de edema en condiciones tan extremas. Lo único que puede salvarte es intentar descender lo máximo que puedas para que las personas que van a rescatarte no pongan también en peligro sus vidas por salvar la tuya. Y en esas condiciones tan extremas, si no te mueves, estás muerto.

Fue lo que sucedió con Rob Hall durante el incidente de 1996. Hall era un escalador de gran nivel que a sus 35 años tenía mucha experiencia en los ochomiles. Regentaba una empresa llamada Adventure Consultants que se dedicaba a llevar a personas, clientes adinerados, a la cima del Everest. Era una empresa de éxito y por aquellos años, si estabas tan loco, o cuerdo (nunca se sabrá bien) por querer conseguir ese sueño, Hall era una apuesta segura: en los últimos años había logrado que coronaran el Everest no menos de 20 personas con diferentes niveles de montañerismo pero la mayoría con poca experiencia previa en grandes montañas. Si alguien sabía lo que había que hacer en el Everest, ése era Rob Hall. Su lema podría haber sido “Nosotros te llevamos hasta donde jamás pensaste que podrías llegar, a la cima del mundo”. ¿Cuál fue el pecado de Hall que hizo que perdiera la vida? Quizás la prepotencia, el sentirse invulnerable, el creer ser capaz de ir más allá porque nunca había sufrido ningún percance serio.

De los cinco fallecidos el 11 de mayo de 1996, cuatro pertenecían a la expedición comercial que había organizado Rob Hall. Su rival en el ámbito de las empresas que organizaban expediciones a las altas montañas era Scott Fischer. Habiendo leído dos libros que explican claramente lo sucedido durante esos días, tengo asumido que el equipo que había montado Fischer (Ocho clientes, tres guías y unos 10 sherpas) estaba mejor preparado que el de Hall (el mismo número de personas e igualmente distribuido).

¿Qué fue lo que sucedió? A grandes rasgos, la ambición desmedida de Hall y Fischer, el saberse rivales en la misma clase de negocio, el querer ir más allá, más lejos, más fuerte, les llevó a sobrevalorar sus propias condiciones o a no tener en cuenta sus propios límites. En el caso de la japonesa Namba, el problema quizás fue su debilidad y su escasa pericia técnica en alta montaña. En cuanto a Doug Hansen, lo suyo no parece estar muy claro. Hansen había participado con Hall en una expedición el año anterior y no pudo alcanzar la cima porque Hall le obligó a darse la vuelta ya que era muy tarde. Este año 1996, Hall había convencido a Hansen para que volviera al Everest: esta vez sí conseguiría coronar la cima. Pero durante la acometida final, a ambos escaladores les pasó lo mismo: se les estaba haciendo tarde. No se sabe muy bien porqué, en vez de darse la vuelta vencidos por la Diosa Madre de la Tierra y por las inclemencias del tiempo, decidieron seguir adelante, costase lo que costase llegar a la cima. No sabemos si Hall le dijo a Hansen que esta vez sí lograría o si fue Hansen el que obligó a Hall a guiarle hasta la cima. El resultado es que ambos escaladores coronaron tan tarde que la muerte ya se cernía sobre ellos mientras se hacían fotos y se abrazaban felices en la cima.
Por lo que se refiere al guía Andy Harris, aunque fue uno de los primeros que coronó de todo el grupo de escaladores que subía durante aquella jornada, padeció el mal de altura y no era capaz de distinguir si las botellas de oxígeno estaban vacías o llenas. Estaba tan afectado por un posible edema cerebral que fue su perdición.

No puedo finalizar este relato sin la historia de Beck Weathers, un auténtico triunfador en aquella tragedia en la montaña. Fue dado por muerto y su cuerpo se quedó junto al de la japonesa Namba. Pasó toda la noche tumbado en la nieve, al aire, y sin más resguardo que la ropa que llevaba puesta. Todos pensaron que había muerto. Pero el bueno de Beck se guardaba un as en la manga. De repente, cuando estaba amaneciendo, le vinieron las ganas de vivir, quizás los espíritus de todos los que perecieron allí antes que él le insuflaron un oxígeno protector que hizo que pudiera levantarse, caminar a trompicones y llegar hasta el campamento IV, donde aguardaban sus compañeros. Cuando le vieron llegar, casi arrastrándose, no pudieron creer lo que veían. Enseguida le atendieron y al final, Beck puede contar cómo logró salir vivo de la mayor tragedia que ha conocido el Everest. Eso sí, perdió el brazo derecho a la altura del codo, todos los dedos de la mano izquierda y gran parte de la nariz, que tuvieron que reconstruírsela.

Así está contada la historia de la montaña más alta del mundo. Historias de supervivencia que engrandecen las odiseas de aquellas personas que dieron su vida por alcanzar su cima.



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