Páginas

lunes, 22 de octubre de 2012

Así es la vida


El otro día, en plena jornada electoral, entré en un bar de mi barrio a comprar tabaco y me encontré con el padre de un viejo amigo de infancia y juventud. Como hacía mucho tiempo que no sabía nada de su hijo -por azares de la vida, él y yo hemos vivido durante mucho tiempo lejos de nuestra ciudad de nacimiento- le pregunté a su padre qué era de mi amigo, ya que aunque no nos veamos casi nunca, a los mejores amigos de la infancia no se les olvida nunca y siempre le consideraré un amigo. Me dijo, enjuto, pelo encanecido revuelto, ropa dos o tres tallas más grande, arrugas de la cara como marcas de una vida dura de trabajo de sol a sol, me dijo, repito, que no sabía nada de su hijo desde agosto. Puede parecer poco tiempo como para que un padre viudo, su mujer murió hace unos años, no recuerdo la fecha exacta pero sí recuerdo que estuve en su funeral, se sienta abandonado por su único vástago: hasta el mejor y más amado de los hijos puede olvidarse de llamar a su padre para saludarle. 

Fue lo siguiente que dijo lo que me alertó: "Ha vuelto a las drogas y no sé si sigue viviendo en Francia (lo último que supe de él es que trabajaba de cocinero en un restaurante de un pequeño pueblo de la zona rural vasco francesa) no sé si trabaja, no sé nada". Y pensé, maldito seas pensamiento retorcido, el chico puede haber muerto y su padre no sabe nada. Deseché esa macabra y amarga idea -macabra por lo evidente, amarga porque perder amigos de la infancia y juventud es un poco ir perdiendo esa misma infancia y juventud: te vas quedando sin gente con quien recordarla.

Y entonces me sobrevino un sentimiento doble: pena y rabia. Pena por ese hombre de edad indefinida pero más cercana a la muerte que a la vida que quizás había perdido para siempre a su hijo, metafóricamente hablando, y rabia porque el asunto de las drogas era un viejo conocido en este amigo.

Precisamente fueron las drogas las que alejaron a este amigo de sus por entonces amigos de infancia. Fue el primero de la cuadrilla que fumó un cigarrillo y también fue el pionero en fumar porros. Para los demás, aquella actitud de rebeldía, que todos sabíamos que se había producido por culpa de enterarse con unos 14 o 15 que era adoptado, no nos gustó. Éramos unos críos y estábamos felices de seguir siendo críos que jugaban al baloncesto y se iban a casa un sábado a las diez de la noche. Mi amigo no; él quería ser mayor con 15 años, quería beber, salir, fumar y hacer todo lo que nos estaba vedado a hijos de familias normales de clase media cuyo único afán es quedar bien con sus padres. 

Recuerdo que por aquellos años, mi madre me dijo que dejáramos de salir con él, que era una mala influencia para nosotros. Y yo, posiblemente enfrentándome con ella por primera vez, quizás con unos 16 años, le dije a mi madre que era yo la mala influencia para él: un vano intento de resguardar a aquel amigo frente a la opinión que nuestros padres tenían de él. 

Nosotros quisimos, e intentamos, que volviera a nuestro redil, que volviera a jugar al baloncesto con nosotros, al fútbol, a palas, a lo que fuera que no incluyera alcohol y porros. Éramos unos críos. Él ya no y así se fue alejando cada vez más de nosotros y de sus padres, y ya casi ni le veíamos, y eso que vivía dos pisos encima de la casa de mis padres. Cuando la cuadrilla de críos se hizo mayor y empezó a conocer los placeres de una noche de alcohol, baile y chavalas, nuestro amigo ya no estaba allí con nosotros para que viera que ya no éramos unos críos. Él había dado otro paso hacia adelante en la escalada de las drogas y nunca podríamos alcanzarle. 

Pasaron los años y le veíamos de vez en cuando, disfrazado, más que vestido, de punki o de pies negros, que era como en los ochenta y noventa llamábamos a los tipos que vivían en la calle, de aquí para allí, de juerga en juerga, de droga en droga cada vez más lejos del mundanal ruido. Siempre le traté como si fuera mi colega pero estaba claro que ya no pertenecíamos al mismo mundo.

Hubo una ocasión en la que me sentí mucho más culpable que en la de ahora que he visto a su padre: su madre, una mujer que hablaba rapidísimo y mezclaba euskera y castellano (y fue profesora de mi tía, cuando ésta era una niña), nos echó en cara a nosotros, sus amigos del barrio, de haberle abandonado y de que se metiera en las drogas y estuviera desaparecido por temporadas que podían ser de semanas o meses. Y yo pensé, comentando esto con aquellos amigos que empezábamos a dejar de ser unos críos: "Nosotros hicimos lo que pudimos, él es un rebelde y nunca se dejó manejar por nadie".

Durante aquella época mala suya le vi dos veces. La primera fue en fiestas de un pueblo, no recuerdo cual. Estaba tirado en un parque con unos colegas suyos, todos pies negros o perro flautas como les llaman en otras ciudades españolas. Me acerqué, le saludé pero él no dio síntomas de reconocerme, de lo cocido o drogado que estaba. 

La segunda vez que le vi volvíamos en coche, un Renault 5, desde el barrio de Romo (en Las Arenas) hacia Leioa, sobre las cinco o seis de la mañana de un domingo. De pronto le vimos caminando por la calle, solo, seguramente que volviendo a casa. Paré el coche, le saludamos como si hubiéramos estado con él tomando unos tragos hace poco. Le dije que se metiera en el coche que le llevábamos a casa. Nos lo agradeció y subió. En el trayecto hablamos de lo que se suele hablar cuando vuelves a casa después de una noche de fiesta: qué bien lo hemos pasado, he ligado con una chavala, vaya cocidón que llevas, colega... esas cosas.

Pasó el tiempo y siempre que les veía, preguntaba a sus padres cómo estaba su hijo, qué sabían de él. Con este amigo siempre ha sido así: tenías que preguntar a alguien por él para saber de su vida. Bueno, siempre no, simplemente desde que decidió ser mayor a la edad en que todos pensábamos en jugar.

Así me enteré que había vuelto a casa, había dejado la vida de nómada que llevaba, había dejado las drogas (me dijo él mismo un día que me lo encontré que llevaba dentadura postiza: una de las secuelas de las drogas), y había empezado a estudiar para ser cocinero en una conocida escuela de hostelería de Portugalete. Incluso se había echado novia. Intentaba llevar una vida normal, como si todos esos años que había pasado en el limbo no hubieran existido. Y lo consiguió.

Traté de incluirle en mi cuadrilla de aquellos años, ya que suponía que había roto con todas las amistades de sus años salvajes. Lo hice por él pero también por egoísmo: quería volver a tener a ese colega entre mis amigos. Hubo dos o tres salidas que no cuajaron, en parte por él mismo, que no sentía cómodo entre nosotros y en parte por algunos ex colegas que no le veían con buenos ojos. 

Así las cosas, le volví a perder de vista. En el año 2003, yo me marché a Ciudad Real a trabajar en un periódico y no regresé hasta el año 2008 -un breve plazo de tres meses- para volverme a ir a Ciudad Real hasta marzo de 2011. En total, unos ocho años lejos de Leioa, Bilbao y todo lo que me había rodeado durante mis primeros 30 años de vida. Es lógico que vayas perdiendo el contacto con mucha de la gente con la que has tratado en todo ese tiempo. Ahora, me queda lo que yo llamo el núcleo, los amigos que siempre han estado allí y creo que siempre estarán. Después de ocho años alejado de Bilbao, las amistades que perduran son las verdaderas, supongo... deseo.

Mis viajes a Bilbao se fueron espaciando según me adentraba en mi nueva vida en Ciudad Real y al cabo de dos años, ya sólo iba unas cuatro o cinco veces al año. Pero os puedo asegurar que siempre que regresaba a casa preguntaba por este amigo a quien me pudiera decir algo: sus padres, los míos, vecinos del portal, amigos comunes del barrio. 

En esas breves estancias en Leioa tuve la oportunidad de encontrármelo y charlar con él, ocasiones en las que parecía que el tiempo no había pasado y que seguíamos siendo esos críos que quedaban en el portal para ir a jugar a baloncesto o lo que fuera. Así me enteré de que vivía en un pueblo del sur de Francia desde hacía bastante tiempo y de que trabajaba de cocinero y de que tenía novia (no sé si la misma de cuando estudiaba hostelería o una chica nueva) y le vi bien. Nos pasamos los teléfonos para quedar algún día, circunstancia que nunca se produjo porque ambos vivíamos fuera y eso nos impedía hacer planes para juntarnos en nuestro punto de unión, el edificio donde crecimos. Las veces que nos vimos siempre fueron por puro azar, menos el día del funeral de su madre, donde nos juntamos de nuevo varios de aquellos amigos de infancia y juventud para apoyar a este colega en ese trance.

A pesar de no verle, yo me sentía tranquilo porque él me decía que estaba bien, trabajando y todo eso, ja, ja, ja, ya sabes, no me puedo quejar. Pero al hablar con su padre el otro día, he descubierto que no es así. Por circunstancias que desconozco, mi amigo ha vuelto a las drogas. Puede ser porque ha perdido el trabajo, porque le ha dejado la novia, porque tiene deudas de dinero, no lo sé. Sólo sé lo que le diría si le viera ahora: "Colega, deja esa mierda y recupera tu vida tal y como ya hiciste una vez. Y, por favor, no vuelvas a amenazar y a pegar a tu padre... no se lo merece... es un buen hombre".

Simplemente, me dio pena la conversación que tuve con el padre de este amigo. Pena por el hombre mayor, pena por su hijo y pena, incluso, por mí, el tiempo pasa y cada vez queda menos gente con la que recordar lo felices que fuimos cuando éramos unos críos en este barrio que nos vio nacer y crecer.