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lunes, 16 de enero de 2012

Ahogados por la crisis



Son las cinco de la tarde de un día laborable que ha estado marcado por la lluvia y por la grisura. Antonia, -nombre ficticio- de 56 años, está levantando la persiana de una pequeña mercería situada en una esquina de una conocida calle de la ciudad. Es un negocio alejado de las multitudes que recorren y gastan en la llamada milla de oro comercial, pero aún siendo un comercio de barrio, en sus 20 años de vida han ido tirando como han podido, a veces bien, a veces mal, y a veces peor, pero nunca tan mal como en los últimos dos años. Esperamos a que Antonia abra la persiana y la abordamos. Es una mujer vivaz y dicharachera y no le importa soltar a bocajarro que se plantea cerrar el negocio. "Ya no me salen las cuentas, y no es de ahora, llevo así casi dos años".

Esta mercera asegura que se está planteando cerrar el negocio pero tiene miedo al futuro. Según dice, carece de ahorros suficientes para poder tirar una temporada y se queja también de que a su edad, y tras veinte años detrás de un mostrador, le va a ser muy complicado encontrar otro trabajo. "Además, no me puedo jubilar todavía, soy joven para jubilarme", añade con media sonrisa en una boca que sujeta un cigarrillo rubio.

Es sólo un ejemplo, pero como Antonia hay muchas personas que han visto su futuro arruinado por culpa de la crisis. Porque en el último mes han cerrado en la zona hasta tres establecimientos de un total de diez. Hace veintiún días echó el cierre una librería, cuyo dueño ha acabado agobiado de deudas que intentará aliviar con el alquiler o la venta del local, que es de su propiedad. "No ha llamado nadie en este tiempo", se queja Andrés, quien relata que llevaba un año intentando traspasar el negocio a alguien que estuviera interesado, pero sabe que las grandes superficies y las cadenas de librerías hacen una competencia feroz contra la que no se puede luchar, y eso, afirma, "nos deja con el culo al aire" (palabras literales que no he querido suavizar).
Pero hay más ejemplos. Junto a la librería hay una carnicería y chacinería de las de toda la vida: "Sí, llevamos toda la vida intentando sobrevivir y ahora sólo nos compran los abuelos, las personas mayores", cuenta Joseba, un joven de 30 años que heredó hace cinco años el negocio de sus padres, ya jubilados.

Y qué podemos decir del bar, la típica tasca de barrio, que cuenta con una clientela fiel cuya media de edad supera los sesenta años y donde casi no entran mujeres. Allí atiende la barra Txema, un cincuentón que adquirió el bar en 1987 y que no llega a fin de mes desde hace tiempo. "Hace cuatro años compraba a mi distribuidor 12 cajas de vino -12 botellas en cada caja- a la semana; ahora, si vendo una caja a la semana voy contento", explica, y continúa con una particular verborrea que le hace muy querido entre sus vecinos, "si es que por aquí están casi todos en el paro y algunos hasta han dejado de cobrar la prestación, así es imposible vivir, no te digo ya tomarse un txikito o un aperitivo". "Están acabando con todos nosotros", suelta un parroquiano con txapela calada hasta las cejas y un vaso de vino tinto en la mano.

Seguimos nuestro recorrido por esta desangelada calle que puede servir de botón de muestra de lo que sucede en muchas calles de muchas ciudades españolas, la crisis ahoga y aprieta hasta que no te deja respirar. Dos comercios más que han cerrado en el último mes, una zapatería y una tienda de arreglos de ropa. Son, o mejor dicho, eran, dos negocios sencillos que tenían siete y catorce años de vida respectivamente cuyos dueños han aguantado hasta que han dicho basta. No pudimos hablar con ellos porque no viven en la zona.

Un poco más allá, junto a una sucursal de una conocida caja vasca, encontramos una persiana que debe llevar cerrada más de un año. Nos cuentan los vecinos que era una frutería. El cartel de "Se vende" está medio roto por culpa de las inclemencias del tiempo y el número de teléfono no se puede leer entero; difícil venta van a poder hacer así, aunque uno no puede evitar preguntarse si su estado es tan deteriorado porque nadie se ha preocupado por el anuncio.

Entramos en una tienda de ropa femenina y hablamos con Erika, una joven de 29 años que decidió iniciar su aventura empresarial en esta calle hace dos años, tras pasar los cinco anteriores como dependienta en tiendas de moda franquiciadas. Es la que menos se queja de la situación: "No me va tan mal, tengo clientas muy fieles que compran casi todo aquí, pero tampoco puedo competir con Zara o H&M y esas tiendas. Yo ofrezco otras cosas y la gente viene, mira mucho y compra algo, pero voy tirando", cuenta hablando como si disparara con una metralleta. Ella considera que lleva poco tiempo y confía en que el barrio se revitalice en pocos años gracias a un plan del Ayuntamiento.

Nos acercamos a un video club, negocios tan prósperos en otras épocas y ahora tan de capa caída, tanto que su dueño, Gorka, nos dice que gana más con las chucherías y otras cosas que con el alquiler de películas. "No me salva ni la zona porno, que hay un público muy fiel a ese tipo de cine, pero claro, con internet, que hay de todo, es imposible competir". Gorka es un tipo de empresario aguerrido: montó el video club en la época buena, los años ochenta; lo cerró en los noventa, cuando el negocio empezó a decaer y lo alquiló a una mujer que montó una tienda de todo a cien; cuando este negocio cerró, Gorka, dueño del local, decidió volver a montar el videoclub. Tiene otro trabajo y puede ir tirando pero ya se ve echando el cierre por segunda vez en su vida a su negocio de alquiler de películas.

Enfrente del video club hay una peluquería, negocios tan abundantes y a veces tan cercanos unos a otros que uno no se explica que todos puedan vivir, o sobrevivir, de lo fuerte que es la competencia. Lolo, de 48 años, es el dueño de la única peluquería que queda viva de las cuatro que llegó a haber en un tramo de unos 500 metros de la calle. Un auténtico superviviente que llegó a trabajar en Barcelona y que conoció épocas gloriosas, según afirma, y no puedo confirmar si son ciertas esas historias que cuenta o son simplemente una forma de darle un aire especial a sus cortes de pelo. "A mí no me va mal porque yo llevo muchos años en esto y todo el mundo me conoce, saben cómo corto, que tipo de peinado favorece más, soy un maestro de las tijeras". No lo dudo pero decido marcharme cuando me ofrece cambiar mi "look". Antes de su ofrecimiento, en ningún modo gratuito, me dice que cada vez entra menos gente, que muchas de sus clientas se van a los centros comerciales a hacerse "un todo", entre las compras compulsivas y la comida de plástico de menú de los restaurantes franquiciados de turno.

Son las ocho y está empezando a llover, de nuevo, y los charcos reflejan la tristeza de ánimo que se respira en las tiendas y negocios que he ido visitando. Quién más, quién menos tiene problemas para continuar con sus negocios. Cada vez hay más parados, cada vez hay menos dinero en los bolsillos y cada vez hay menos personas dispuestas a comprar algo.
Dicen los entendidos en economía que las crisis son momentos buenos para la imaginación y la creatividad, para intentar sacar provecho y salir reforzado, pero eso debe ser para los que siempre ganan, mientras otros van perdiendo día a día lo poco que tienen y lo que es peor: a nadie parece importarle.