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jueves, 28 de febrero de 2013

El detective de Marlowe's Sons: El caso del empresario perdido (IV)

Capítulo 4

Me pasé la tarde después del encuentro con Mónica investigando sobre la vida y quehaceres del empresario perdido. José Manuel Azurmendi tenía 56 años –su mujer, unos 26- y era dueño de varias empresas relacionadas con sectores estratégicos de la ciudad: el agua, la basura y la limpieza de edificios y calles. Aparentemente, no tenía enemigos, aunque, la realidad indica lo contrario: un tipo con mucho dinero tiene demasiados enemigos: trabajadores descontentos; empresarios envidiosos; políticos que no son de su cuerda; yo mismo, por estar casado con la mujer más hermosa del mundo. En un mundo como el que vivimos, cualquiera tiene enemigos.

Azurmendi no era uno de esos empresarios hechos a sí mismos que tan gratos son en las historias económicas de Estados Unidos y tan envidiados por estas lindes. Era hijo y nieto de una notable saga de empresarios capaces de hacer dinero de un montón de mierda –literalmente, ya que su familia llevaba el asunto de la recogida de la basura en la ciudad desde tiempos inmemoriales-, así que el joven Azurmendi fue un niño de papa hasta que se hizo cargo de los innumerables negocios de la familia. Por su cuenta y riesgo, había iniciado otros negocios como una pequeña cadena de hoteles de lujo, un gran casino en pleno centro de la ciudad y el mayor centro de prostitución de la región.

Aparentemente, los negocios le iban bien y no tenía deudas. En los últimos meses el Ayuntamiento le había entregado una medalla al mérito empresarial, es decir, el mejor del año en llevárselo crudo sin pagar impuestos. Pero hace unas semanas, Azurmendi Limpiezas S.A. había presentado un concurso de acreedores que llevaría al paro a una plantilla de 250 personas. ¿Estarían los trabajadores detrás del secuestro del empresario? Tenía que investigarlo.

Por lo pronto, la noticia no había saltado a los medios de comunicación. Una pequeña cortesía de la mujer más hermosa del mundo: me daba 24 horas para averiguar el paradero de su marido. Una vez pasado ese plazo, ella misma iría a comisaría a contar la desaparición de Azurmendi. Así que tenía que darme prisa. Hablé con dos o tres contactos y ellos mi dieron las señas de una casa aislada en el campo.

Cogí un taxi, pagado por la mujer más hermosa del mundo, para hacerme llegar hasta allí. Era de noche ya y temiendo meterme en algún lío imprevisto, pedí al conductor que me esperara hasta que volviera a salir. Aceptó gracias a mi gran poder de persuasión: un billete nuevecito de 100 euros.

La casa estaba a oscuras y no había ningún vehículo en los alrededores. O estaba vacía o estaban todos en un garaje o en el sótano. Me acerqué sutilmente y agucé el oído: efectivamente, no se oía nada, salvo algunos animales nocturnos y un suave viento que venía del sur. Me acerqué a la puerta y saqué mi pistola. Nunca llevo arma, no tengo ni licencia, pero me hago acompañar de una estupenda imitación de una Magnum 357 que ni el mismísimo Harry el Sucio podría distinguir de una auténtica.

Pegué la oreja a la puerta y no escuché nada. Dentro de la casa todo estaba oscuro. Me di la vuelta y busqué una entrada posterior o un garaje. Llevaba la pistola en la mano. Caminé unos diez pasos y de repente escuché unas voces. Me giré a tiempo de ver como se encendía la luz de la habitación que estaba junto a mí. Me agaché y me puse a un lado de la ventana. Las voces subían de tono pero su conversación era bastante cordial. Debo estar duro de oído porque no entendí nada de lo que decían. Intenté acercar la oreja a la ventana a ver si conseguía captar algo de lo que hablaban. Un ruido extraño hizo que me agachara instintivamente. Detrás de mí había alguien.

-Eh, tío, ¿qué coño haces aquí? –dijo la voz.

Me di la vuelta y me encontré con un tipo normal, vestido con vaqueros, camisa de cuadros y una chaqueta vaquera. Tenía algo de barriga y estaba un poco calvo. Estaba claro que no era un sanguinario sicario contratado por algún mafioso.

-Soy detective. Un soplo me ha traído aquí –dije (la verdad siempre por delante, ya habría tiempo de mentir cuando llegue la ocasión). –He oído rumores de que tenéis aquí encerrado a Azurmendi, el tío que os paga las nóminas.

-Bueno, ja, ja, ja, querrás decir que nos pagaba. –contestó el otro muy serio.
-¿Por qué hablas en pasado? ¿Está muerto?

-No, hombre. Porque nos dejó de pagar hace casi un año. Y encima el cabrón nos iba a echar a la calle, sabes.

-Bueno, son cosas que pasan. No tenemos que tomarnos todo a la tremenda. ¿Qué vais a hacer con Azurmendi?

-No sé. Yo acabo de llegar pero me da que los otros han estado divirtiéndose con él un rato.

-No te entiendo, ¿le habéis estado pegando?

-No… bueno, el nos daba por el culo con el tema de las nóminas y nosotros…, ya sabes.
Pegué un silbido de sorpresa que debió de oírse en toda la casa.

-¿Y cuántos asaltos creéis que va a aguantar? –pregunté.

-Bueno, somos 250 tíos los que nos íbamos a ir a la calle, sabes.

-¿Puedo hacer algo para intentar deteneros?

-Bueno, serás detective y tal, tienes una pistola de pega, somos 250 tíos…, sabes. ¿Cómo lo ves? ¿Crees que puedes hacer algo?

-¿Tan evidente es lo de la pistola?

-Sí, colega, se ve el tapón en el cañón, sabes.- y se río salvajemente. –Lo mejor es que te vayas largando antes de que los de dentro se enteren de que estás aquí.

-Eso es precisamente lo que iba a hacer. No me gusta meterme en líos entre trabajadores y patronos. Lo mío no son las relaciones laborales.

-Haces muy bien, sabes.

La puerta de la casa comenzaba a abrirse cuando yo entraba en el taxi.

-Larguémonos de aquí cuanto antes. 


El próximo viernes se publicará el último capítulo de este relato.

jueves, 21 de febrero de 2013

El detective de Marlowe's Sons: El caso del empresario perdido (III)

Capítulo 3

A las once de la noche, después de haber pasado toda la tarde en un garito del centro de la ciudad bebiendo y jugando al póker –y ganando bastante dinero como para no trabajar en los próximos dos días- volví a mi despacho-casa caminando de la manera que más a gusto y cómodo me siento: haciendo eses, golpeándome contra las farolas, cayéndome cada dos por tres e incluso, gateando cuando se me escapaban las fuerzas para mantenerme en pie. Son los pequeños detalles los que dan la felicidad a uno. Tras media hora forcejeando con la llave en la puerta de entrada al edificio donde tenía mi pequeño paraíso, una voz garrula me llamó por mi verdadero nombre. Omitiré cuál es por temor a herirles los oídos.


-Ya era hora de que volvieras por aquí.- dijo el dueño del Bar Aragón. –Esta tarde ha pasado por el bar una mujer muy guapa preguntando por ti.

-¿Y eso te extraña?

-Claro, hombre, era demasiado guapa. Por lo que dijo estaba pensando en contratarte para un asunto que tiene entre manos. No dijo más sobre de qué iba el tema. Se despidió diciendo que volvería mañana sobre las doce del mediodía.

-Humm, interesante. ¿Y cómo era la mujer?

-Era la mujer más guapa que he visto en mi vida.

-Vaya, así que le gustó lo de la otra noche y quiere repetir… interesante.

-¿Qué dices?

-Nada, cosas mías. Dices que era la mujer más guapa que…

-Y con dinero, amigo, cuando se fue se montó en un deportivo rojo que sólo he tenido la suerte de ver en fotos y en películas.

-Y con dinero… interesante.

-¿Te pasa algo, Marlowe?

-No, estaba deduciendo.

-Ea, pues ya lo sabes, tienes una cliente estupenda deseando contratarte. Asegúrate de pedirle mucho dinero y así podrás pagarme todo lo que me debes.

-De acuerdo. Y dicho esto, me derrumbé.

Dos horas después, logré levantarme con pesadez, abrí la puerta y llegué como pude hasta la cama. Me volví a derrumbar y creo que quedé inconsciente hasta que el timbre de la puerta me reventó el tímpano izquierdo, que era el que tenía al aire. Me sacudí las sábanas y acudí raudo a la puerta. Miré por la mirilla y, efectivamente, vi a la mujer más hermosa que mis ojos habían visto en toda su dilatada vida. Automáticamente, me puse nervioso, vi que estaba desnudo y empalmado. Farfullé a través de la puerta unas palabras de disculpa. Corrí a la habitación y me puse rápidamente la misma ropa del día anterior. Olía mal y estaba arrugada, no iba a causarle una primera gran impresión a aquella belleza, pero tampoco podía dejarla en la puerta tanto tiempo.

Volví ante la puerta, respiré hondo y permití la entrada a mi pequeño paraíso a la diosa rubia. Cuando la vi de frente me quedé sin palabras. Casi me da un infarto. Había vuelto a la niñez y era incapaz de articular una sola sílaba.

-¿Es usted Marlowe? –preguntó ella con una voz sedosa y melosa.

-Ah… eh… p… s… -y como no quería que me pasara lo de aquella vez en la mercería que robó mi padre, le hice un amplio gesto que indicaba, al mismo tiempo, que entrara dentro y que estaba dispuesto a servirla toda la vida. Economía gestual se llama.

Ella entró caminando fuertemente sobre unos elegantes tacones altos y antes de que dijera algo más, le indiqué que se sentara en la silla que queda enfrente de la mía en mi despacho. La diosa rubia se sentó y cruzó las piernas y jamás escuché un sonido más sensual que el roce de las medias negras que llevaba puestas. Ojiplático, boquiabierto, semejaba más un lelo que un apuesto detective con más de 40 años de experiencia en la vida. Me senté enfrente de ella e intenté comportarme como un hombre normal: la desnudé con la mirada y me imaginé como ella y yo follábamos en la suite de un hotel de lujo, pagada por ella, por supuesto.

-Efectivamente, señorita…

-Señora, Señora de Azurmendi. Mónica, si no le importa.

-Efectivamente, señora de… Mónica, soy el detective de esta agencia.

-¿Pero es usted Marlowe?

-No puedo serlo, como usted comprenderá por mi edad. Soy… su hijo, eso es, soy uno de sus hijos.

-Ya veo. ¿Y qué fue de su padre?

-Ah… bueno, murió… murió de viejo. Era muy mayor, pero murió muy feliz, rodeado de todos sus hijos y de toda su familia. Fue un gran hombre. En esta agencia mantenemos su legado.

-Ya… ¿y sus hermanos?

-¿Hermanos?, ¿de mi padre?

-No, tonto (y esa palabra me sonó a gloria), los de usted, sus hermanos.

-Ahhh. Bueno, no éramos tantos, ¿sabe? Sólo éramos dos, es decir, otro y yo. Él lo dejó todo y ahora se dedica a la pesca deportiva.

-Ya… en fin, veo que usted es el único que me puede ayudar en este asunto.

-Por favor, tutéeme, como si nos conociéramos de toda la vida. ¿De qué se trata?

-Está bien, el caso es que… ay, no sé cómo empezar. Bueno, que he perdido a mi marido.

-¿Cómo que ha perdido a su marido?

-Sé que sonará raro pero es así.

Según el relato que me hizo la diosa rubia, ella y su marido estaban disfrutando de una agradable velada en un hotel de lujo de la costa. Como ella estaba ya vestida y tenía que hacer un recado antes de que la pareja fuera a la playa, se fue de la habitación dejando a su marido terminando de vestirse, quedando en verse media hora después en el vestíbulo del hotel. Una hora después, la diosa rubia se cansó de esperar y regresó a la habitación y descubrió que su marido no estaba allí. Le llamó al móvil y salió un mensaje de que ese número no estaba disponible. Bajó a la recepción y preguntó si sabían algo de su marido. Le dijeron que no. Como ella no quiso montar un escándalo, pagó y se fue a casa, a ver si estaba allí. Había pasado dos días desde la pérdida, perdón, desaparición, del señor Azurmendi, a la postre, uno de los empresarios más importantes de la ciudad. Un auténtico prócer de la comunidad que evadía impuestos y pagaba salarios ínfimos a sus trabajadores, en fin, nada del otro mundo en la élite empresarial de un país que permite a sus ricachones que hagan de su capa un sayo. Para mí, un caso en el que no me iba a ganar el cielo pero sí unos buenos años en la tierra.

-Entonces, ¿quiere usted decir que su marido ha desaparecido?

-Eso es, dije perdido porque le siento como mío, pero me refería a eso. Pero tutéeme, por favor.

-Claro, Mónica. ¿Teme usted que sea un asunto de cuernos?

-Míreme bien… ¿Cree usted que podría temer algo así?

-Efectivamente, tengo que certificar que si su marido le ha puesto los cuernos es un imbécil.

-Ja, ja, ja. Es usted muy gracioso, ¿sabe?

Acto seguido, me derretí. Ella se fue de mi despacho aceptando mi tarifa de 1.000 euros diarios por la investigación y 5.000 más si lograba encontrar al señor Azurmendi. 


El próximo viernes se publicará el capítulo 4. 

jueves, 14 de febrero de 2013

El detective de Marlowe's Sons: El caso del empresario perdido (II)

Capítulo 2

La agencia de detectives Marlowe’s Sons es un sitio con caché. Lo monté dos semanas después de que me echaran de la academia de policía por culpa de un quítame de encima esa mujer del comisario. Juré eternamente que fue ella la que se me echó a mí, seguramente pensaba que siendo tan buen alumno como era y con los contactos que tenía en las altas esferas, no tardaría en quitarle el puesto a su marido. Nadie me creyó, y mucho menos el comisario, así que a una semana de licenciarme y obtener mi título para empezar a ejercer en las peligrosas calles de esta ciudad, me vi en la calle.

Pero no me amilané. Me cogí una cogorza que me duró una semana y en la siguiente semana ya estaba encargando el rótulo que daría fama a mi negocio: Marlowe’s Sons. El oficio de policía me había sido imbuido desde niño ya que mi padre, mi auténtico padre, no el que figura como mi padre en mi agencia, había sido toda su vida un ejemplar miembro de los más afamados carteristas de la ciudad, y mi juego preferido con él era detenerle. Eso cuando no estaba detenido de verdad, lo que ocurrió en infinidad de ocasiones durante mi tierna infancia, cuando yo incubaba dentro de mí convertirme en un respetado agente de la ley que lucha contra el crimen, es decir, contra mi padre.

Huelga decir que a mi progenitor no le gustó nada mi vocación y no le hacía nada de gracia que cuando él llegara a casa, yo le sorprendiera en el rellano del portal y le gritara que se detuviera, le ponía unas esposas y me lo llevaba al cuarto oscuro hasta que me jurara que se iba a portar bien. Cosas de familia. Un día, recuerdo que yo tendría unos 10 años, me llevó con él a robar en una mercería. No entendí bien por qué quería robar allí, donde habría tan poco dinero. Nunca lo supe. Cuando murió, encontramos un montón de lencería, medias y ropa de mujer en un armario cerrado bajo llave. Sigo sin entenderlo. Si ese negocio no da dinero.

En aquella mercería, mi padre se dio cuenta de que yo nunca valdría para ladrón. Mi padre me pidió que entrara en la tienda y gritara que era un robo y que me dieran todo el dinero que tuvieran en la caja registradora. Yo entré, carita de niño bueno; pelo ensortijado castaño claro; camiseta de mi equipo de fútbol favorito; y unos pantalones cortos que dejaban a la vista unas rodillas masacradas por los distintos golpes que mi afición al ciclismo me había dejado.

-Mira qué niño más mono. ¿Qué quieres, ricura? –me preguntó la señora de la mercería. ¿Tu madre te ha mandado a comprar algo?

-No, mi padre me ha mandado aquí.

-¿Tu padre?, y ¿qué es lo que quiere tu padre aquí?

-Esto… pues… yo… mi…

-Anda, ricura, dinos que es lo que quiere tu padre.

Y con tanto ricura por aquí y tanta historia por allá, me eché a llorar y me meé encima. Mi padre entró corriendo, con una media en la cabeza –sigo sin entender la fijación de mi padre por esas prendas- y se llevó todo lo que pudo antes de que la señora pudiera dar un paso. Metió todo en una furgoneta que usaba para el trabajo y se largó. Media hora después, regresó.

-Perdón, me he dejado al niño. Y ahora sí me llevó con él.

Aquel día se forjó más hondamente mi vocación de ser un servidor de la ley, un agente que lucharía contra el crimen organizado, e incluso el desorganizado, del cual mi padre era un especialista. Todo sea por llevar la contraria a quién te ha traído al mundo. De mi madre no puedo contarles mucho porque no la conocí en vida, en vida de ella quiero decir. Murió sin remedio mientras me daba a luz.

A los 16 años, habiendo sido un deportista espectacular para mi talla, un metro y 50 centímetros, destaqué en deportes adecuados a mi altura como el ping pong y el ajedrez. Antes fui, como ya les he dicho, campeón interescolar de triple salto: una estupenda competición en la que participaron dos colegios y tres alumnos. No me digan porqué pero yo fui el único capaz de saltar más de tres metros. Guardó ese trofeo con un cariño inmenso desde que me lo dieron, cuando tenía unos 12 años. En aquel momento, mi padre se encontraba en una cárcel cercana y no pudo escaparse para verme triunfar. No pasa nada, no se lo tengo en cuenta.

Con 18 años, y habiendo pegado el estirón hasta mi metro y 70 centímetros actuales, me fui a hacer la mili con unas ganas tremendas de aprender. Salí de allí, dos años después, hecho un hombre. Había aprendido todo lo necesario para sobrevivir en la dura vida que me esperaba como civil: a emborracharme con los peores licores; a ganar partidas de póker haciendo trampas; a engatusar a putas para follar gratis; en fin, todo lo que el denostado servicio militar hace por un español de bien.

Con 20 años, licenciado ya de la mili, tenía toda la vida por delante para disfrutarla. Ya no podía jugar con mi padre a polis y ladrones porque había vuelto a la cárcel y esta vez para unos cuantos años: un robo en una zapatería que salió mal tuvo la culpa. La dependienta de la zapatería le clavó a mi padre el tacón de aguja de un zapato de mujer en la nalga derecha y en respuesta, mi padre le pegó un pisotón con sus botas militares, con tan mala fortuna que la mujer cayó al suelo y se desnucó.

Con mis antecedentes, no me fue muy difícil entrar en la academia de policía de mi ciudad. Y al cabo de tres años, pasó lo que pasó con la mujer del comisario, que yo no sabía que era la mujer del comisario, y me echaron. Así, libre de ataduras y con muchas ganas de demostrar mis condiciones policiales y detectivescas, fue como levanté mi pequeño imperio.

Ah, aún recuerdo como si fuera hoy mi primer día de trabajo, y eso que han pasado algo más de 20 años. El brillante cartel en el que ponía “Marlowe’s Sons”, en elegante tipografía de color oro, relucía en la puerta de entrada de mi despacho-oficina-hogar. Aún hoy, cada vez que lo veo, me emociono. Sigue igual que aquel primer día.

Me costó hacerme un hueco entre la abultada oferta de detectives y similares que había en la ciudad, pero tras unos pocos casos sin importancia, empezó a despegar mi carrera y mi nombre era reconocido en todas las comisarías, los laboratorios de forenses, las redacciones de periódicos, los despachos de los políticos y los garitos nocturnos, donde encontré a los mejores confidentes.

Pero todo esto fue hace mucho tiempo. Creo que debería regresar a la noche de autos.


El próximo viernes se publicará el capítulo 3. 

viernes, 8 de febrero de 2013

El detective de Marlowe's Sons: El caso del empresario perdido (I)

Capítulo 1

Soy el único socio y trabajador de una modesta agencia de detectives llamada, humildemente, Marlowe's Sons. Algún incauto ha acudido a mí pensando que yo era efectivamente uno de los hijos de Marlowe, pero, ¿quién soy yo para quitarle la ilusión a la gente? Esa hábil estrategia de marketing me ha conseguido los mejores clientes, bueno, casi los únicos, así que me temo que por el bien de mi negocio, moriré siendo el único hijo de Marlowe. Algún cliente había leído incluso las memorias de mi padre. En fin.

El día en cuestión me había levantado tarde, con resaca y con un sabor amargo en la boca. De un ágil salto del sofá me planté en la ducha donde el agua fría se fue llevando los débiles recuerdos de una noche memorable. De otro ágil salto, fui campeón interescolar de triple salto, me planté en mi despacho. Tengo la inmensa suerte de vivir donde trabajo o de trabajar donde vivo: ustedes decidan. A mí me sirve porque así sólo tengo que pagar un alquiler.

Nada más sentarme en la silla de mi despacho, observé con estos sagaces ojos marrones que me caracterizan que el teléfono no había sonado en las últimas horas. Me repantingué, puse las piernas sobre la mesa vacía y miré la hora. Súbitamente, pegué otro de esos ágiles saltos que son mi característica esencial: era la hora de comer, un acontecimiento que jamás me he permitido saltarme, ni aún en los buenos días en que esta oficina era un bullicioso lugar pleno de trabajo. Si me pongo a pensar en cuándo ocurrió eso podría deprimirme.

Cogí la chaqueta y salí a la calle a respirar un poco de aire puro. Hacía un precioso día de mediados de septiembre, el sol, arriba en su cuna, iluminando con sus brillantes y anaranjados rayos la gris y sucia acera de la ciudad; un cielo azul claro y hermoso cual mar en calma en la lejanía de un país que no conozco, sin asomo de nubes; preciosas chicas con minifalda paseando por las calles; valientes caballeros que andaban a la zaga de esas lindas zagalas; un amable portero dando las buenas tardes a todo el que pasaba por delante de su lustrado portal, sacudiendo su sombrero delante de los viandantes; un día maravilloso para pasear con la mujer amada; en definitiva, el día perfecto para cogérmelo libre, pegarme una buena comida, tomar unas copas y jugar unas partidas de póker en compañía de las mejores piezas de la ciudad hasta que llegue la noche.

Con el ánimo embriagado por los dulces aromas que habitaban la calle, asomé mi gran nariz por la puerta de mi restaurante preferido, no por su buena comida si no porque me fiaban. El dueño me miró con mala cara y entré agachado, tapándome con las solapas de mi chaqueta, para que no me viera entre la multitud de parroquianos que abarrotaban el local, unos dos o tres. No conseguí esquivarle y ya me iba a echar el alto cuando su mujer, y la mejor cocinera en 20 metros a la redonda, me salvó.

-Hombre, el gran Marlowe por aquí. ¿Qué tripa se te ha roto hoy? –dijo ella, guasona.

-Dile a ese gañán que se largue de aquí. –gritó el marido.

-Dile a tu marido que... –acerté a susurrar yo.

-Cariño, el pobre está de incógnito, se supone que hoy no le has visto en todo el día. -musitó ella guiñándome un ojo.

Que le voy a hacer, tengo un imán para las mujeres. Todas me adoran.

-Que sea la última vez que vienes por aquí, la próxima me cobro todo lo que me debes, aunque sea a ostias. –Evidentemente, el dueño del bar no estaba por la labor de quererme del mismo modo que lo hacía su mujer.

-No seas así, ¿quién te va ayudar cuando tu mujercita te ponga los cuernos? -le solté al fanfarrón, mostrando mi mejor sonrisa, esa que me ha hecho famoso en toda la ciudad. Hubo quién se la quiso llevar enterita a puñetazos.

Un hombre despistado entró en el bar, atraído por los bellos dibujos y generosa tipografía que manchaban la ventana principal y que anunciaban las supuestas bondades del local, momento que aproveché para ronronear con la gatita cocinera sin perder de vista a su cincuentón marido.

-¿Cuándo le asesinamos, cariño? Tengo un plan perfecto, lo vi el otro día en una película. –le dije a ella.

-¿Y al final les cogen? -preguntó ella cándida.

-Claro, pero ya sé cuál es su error fatal, tú y yo no lo cometeríamos.

-Déjame pensarlo. ¿Qué vas a comer?

-Elige tú, gentil damisela, cualquier cosa que tú me hagas será una delicia para este maltrecho cuerpo.

-Pues lo de siempre, ya sabes que aquí no nos caracterizamos por la variedad.

Me senté en la mesa más alejada de la barra y simulé que estaba atareado con el móvil, cosa harto improbable pues no me llamaba ni el perro para que le sacara a pasear. Al cabo, llegó la cocinera a la mesa contoneando sus hermosas caderas y llevando entre las manos un plato de lentejas con cebolla, patatas y zanahoria: la “specialité” de la casa. Me relamí pensando en ese culazo desnudo entre mis piernas y metí la cuchara en el líquido grasiento y verduzco que me había plantado delante de mis narices, que se embriagaron por ese olor a quemado.

-Hummmm –murmuré- cada día cocinas mejor.

La comida transcurrió sin contratiempos. Algunos paisanos, atraídos por mi cara de felicidad mientras comía, se sentaron a probar las delicias de “Chez” Aragón: haute cuisine casera. El filete estaba duro como la piedra pero yo me esforcé por poner mi mejor cara para que sirviera de reclamo a nuevos clientes. Cuanta más gente hubiera, más fácilmente me podría escaquear sin pagar y sin tener que magrearle las tetas a mi queridísima cocinera, lo cual no me apetecía en ese momento.

Llegó el postre pero me negué, alegando que andaba mal de tiempo. Ella siguió insinuándose pero me mostré firme y volví a denegar el postre.

-Un cafelito, sí, querida. –le dije.

Ella me hizo unos mohines que entendí como peticiones de cariño no atendidas. Una vez que terminé de tomar el café, me despedí con fervorosa lealtad de mi cocinera favorita y me largué corriendo antes de que el dueño del bar me echara el ojo.

Caminé por las calles, vagabundeando un buen rato, feliz de la felicidad que se respiraba en ese angelical día. Al cabo, divisé mi lupanar favorito. Entré al mismo tiempo que dos tipejos a los que conocía de sobras: viejos compañeros de andanzas entre copas de alta graduación y escaleras de color. Sinceramente, me codeaba con los mejorcito de la ciudad. Un detective de mi nivel y altura intelectual está obligado a tener amigos hasta en el mismísimo infierno, nombre de uno de los locales de moda entre la chusma bienandante.


Capítulo 1 de esta historia corta. El próximo viernes se publicará el capítulo 2. (Aviso: son cinco capítulos que se irán publicando todos los viernes hasta el día 7 de marzo)