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jueves, 21 de febrero de 2013

El detective de Marlowe's Sons: El caso del empresario perdido (III)

Capítulo 3

A las once de la noche, después de haber pasado toda la tarde en un garito del centro de la ciudad bebiendo y jugando al póker –y ganando bastante dinero como para no trabajar en los próximos dos días- volví a mi despacho-casa caminando de la manera que más a gusto y cómodo me siento: haciendo eses, golpeándome contra las farolas, cayéndome cada dos por tres e incluso, gateando cuando se me escapaban las fuerzas para mantenerme en pie. Son los pequeños detalles los que dan la felicidad a uno. Tras media hora forcejeando con la llave en la puerta de entrada al edificio donde tenía mi pequeño paraíso, una voz garrula me llamó por mi verdadero nombre. Omitiré cuál es por temor a herirles los oídos.


-Ya era hora de que volvieras por aquí.- dijo el dueño del Bar Aragón. –Esta tarde ha pasado por el bar una mujer muy guapa preguntando por ti.

-¿Y eso te extraña?

-Claro, hombre, era demasiado guapa. Por lo que dijo estaba pensando en contratarte para un asunto que tiene entre manos. No dijo más sobre de qué iba el tema. Se despidió diciendo que volvería mañana sobre las doce del mediodía.

-Humm, interesante. ¿Y cómo era la mujer?

-Era la mujer más guapa que he visto en mi vida.

-Vaya, así que le gustó lo de la otra noche y quiere repetir… interesante.

-¿Qué dices?

-Nada, cosas mías. Dices que era la mujer más guapa que…

-Y con dinero, amigo, cuando se fue se montó en un deportivo rojo que sólo he tenido la suerte de ver en fotos y en películas.

-Y con dinero… interesante.

-¿Te pasa algo, Marlowe?

-No, estaba deduciendo.

-Ea, pues ya lo sabes, tienes una cliente estupenda deseando contratarte. Asegúrate de pedirle mucho dinero y así podrás pagarme todo lo que me debes.

-De acuerdo. Y dicho esto, me derrumbé.

Dos horas después, logré levantarme con pesadez, abrí la puerta y llegué como pude hasta la cama. Me volví a derrumbar y creo que quedé inconsciente hasta que el timbre de la puerta me reventó el tímpano izquierdo, que era el que tenía al aire. Me sacudí las sábanas y acudí raudo a la puerta. Miré por la mirilla y, efectivamente, vi a la mujer más hermosa que mis ojos habían visto en toda su dilatada vida. Automáticamente, me puse nervioso, vi que estaba desnudo y empalmado. Farfullé a través de la puerta unas palabras de disculpa. Corrí a la habitación y me puse rápidamente la misma ropa del día anterior. Olía mal y estaba arrugada, no iba a causarle una primera gran impresión a aquella belleza, pero tampoco podía dejarla en la puerta tanto tiempo.

Volví ante la puerta, respiré hondo y permití la entrada a mi pequeño paraíso a la diosa rubia. Cuando la vi de frente me quedé sin palabras. Casi me da un infarto. Había vuelto a la niñez y era incapaz de articular una sola sílaba.

-¿Es usted Marlowe? –preguntó ella con una voz sedosa y melosa.

-Ah… eh… p… s… -y como no quería que me pasara lo de aquella vez en la mercería que robó mi padre, le hice un amplio gesto que indicaba, al mismo tiempo, que entrara dentro y que estaba dispuesto a servirla toda la vida. Economía gestual se llama.

Ella entró caminando fuertemente sobre unos elegantes tacones altos y antes de que dijera algo más, le indiqué que se sentara en la silla que queda enfrente de la mía en mi despacho. La diosa rubia se sentó y cruzó las piernas y jamás escuché un sonido más sensual que el roce de las medias negras que llevaba puestas. Ojiplático, boquiabierto, semejaba más un lelo que un apuesto detective con más de 40 años de experiencia en la vida. Me senté enfrente de ella e intenté comportarme como un hombre normal: la desnudé con la mirada y me imaginé como ella y yo follábamos en la suite de un hotel de lujo, pagada por ella, por supuesto.

-Efectivamente, señorita…

-Señora, Señora de Azurmendi. Mónica, si no le importa.

-Efectivamente, señora de… Mónica, soy el detective de esta agencia.

-¿Pero es usted Marlowe?

-No puedo serlo, como usted comprenderá por mi edad. Soy… su hijo, eso es, soy uno de sus hijos.

-Ya veo. ¿Y qué fue de su padre?

-Ah… bueno, murió… murió de viejo. Era muy mayor, pero murió muy feliz, rodeado de todos sus hijos y de toda su familia. Fue un gran hombre. En esta agencia mantenemos su legado.

-Ya… ¿y sus hermanos?

-¿Hermanos?, ¿de mi padre?

-No, tonto (y esa palabra me sonó a gloria), los de usted, sus hermanos.

-Ahhh. Bueno, no éramos tantos, ¿sabe? Sólo éramos dos, es decir, otro y yo. Él lo dejó todo y ahora se dedica a la pesca deportiva.

-Ya… en fin, veo que usted es el único que me puede ayudar en este asunto.

-Por favor, tutéeme, como si nos conociéramos de toda la vida. ¿De qué se trata?

-Está bien, el caso es que… ay, no sé cómo empezar. Bueno, que he perdido a mi marido.

-¿Cómo que ha perdido a su marido?

-Sé que sonará raro pero es así.

Según el relato que me hizo la diosa rubia, ella y su marido estaban disfrutando de una agradable velada en un hotel de lujo de la costa. Como ella estaba ya vestida y tenía que hacer un recado antes de que la pareja fuera a la playa, se fue de la habitación dejando a su marido terminando de vestirse, quedando en verse media hora después en el vestíbulo del hotel. Una hora después, la diosa rubia se cansó de esperar y regresó a la habitación y descubrió que su marido no estaba allí. Le llamó al móvil y salió un mensaje de que ese número no estaba disponible. Bajó a la recepción y preguntó si sabían algo de su marido. Le dijeron que no. Como ella no quiso montar un escándalo, pagó y se fue a casa, a ver si estaba allí. Había pasado dos días desde la pérdida, perdón, desaparición, del señor Azurmendi, a la postre, uno de los empresarios más importantes de la ciudad. Un auténtico prócer de la comunidad que evadía impuestos y pagaba salarios ínfimos a sus trabajadores, en fin, nada del otro mundo en la élite empresarial de un país que permite a sus ricachones que hagan de su capa un sayo. Para mí, un caso en el que no me iba a ganar el cielo pero sí unos buenos años en la tierra.

-Entonces, ¿quiere usted decir que su marido ha desaparecido?

-Eso es, dije perdido porque le siento como mío, pero me refería a eso. Pero tutéeme, por favor.

-Claro, Mónica. ¿Teme usted que sea un asunto de cuernos?

-Míreme bien… ¿Cree usted que podría temer algo así?

-Efectivamente, tengo que certificar que si su marido le ha puesto los cuernos es un imbécil.

-Ja, ja, ja. Es usted muy gracioso, ¿sabe?

Acto seguido, me derretí. Ella se fue de mi despacho aceptando mi tarifa de 1.000 euros diarios por la investigación y 5.000 más si lograba encontrar al señor Azurmendi. 


El próximo viernes se publicará el capítulo 4. 

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