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miércoles, 18 de noviembre de 2009

Uno de los míos

El otro día repusieron en la televisión, no recuerdo en qué cadena ni falta que hace, uno de los últimos clásicos del cine estadounidense dirigido por un señor bajito pero con una altura intelectual que sería capaz de taponar una entrada, a tumba abierta, de Gasol. Me estoy refiriendo a ‘Uno de los nuestros’ y a su director, Martin Scorsese. No sé si conocen este largometraje, pero trata de un chaval que en los años 50, comienza a trabajar de correo de un grupo de mafiosos y acaba, de adulto, siendo uno de ellos. Recuerdo que cuando vi por primera vez esta película, se me quedó grabada una de las frases iniciales, si no la inaugural: As far back as I can remember, I always wanted to be a gangster (“Desde que era pequeño, siempre quise ser un gangster”). Se me quedó grabada en mi cabecita de 15 años y me entró una gran satisfacción porque yo llevaba un año entero pensando eso mismo. Les contaré cómo empezó. Resulta que mi segundo apellido es italiano y de eso me enteré justo el día en que cumplí los catorce años, el 2 de junio de 1989, ya que, de repente, un trabajador de Correos trajo a casa un paquete que venía de Italia.
“¿Quién puede mandar algo de Italia, mamá?”, pregunté con sonrisa bobalicona. “Debe de ser de tu tío”, dijo mi madre, una mujer morena de pelo largo, ojos grandes negros y belleza clásica. “¿Qué tío?”, apuré. Y fue entonces cuando ella me contó que mi segundo apellido, el primero de ella, era originario de la Región de Calabria, la puntita del pie que le pega una patada al balón que simboliza Sicilia. Y me hizo un resumen general de la historia de mi tatarabuelo, un calabrés, natural de la pequeña población de Bova Marina, en el Sur de Calabria, que con 24 años recién cumplidos, cogió los bártulos con los que fabricaba pasta alimenticia y a su mujer y recorrieron prácticamente media Europa para acabar instalados en Mendavia (Navarra), donde se pueden encontrar los mejores espárragos de España. Dos generaciones después, nació mi abuelo Nicolás en Sestao, una población industrial de Vizcaya. Cuando mi madre me contó esta historia de nuestra familia, mi abuelo ya estaba muy mayor y cuando recurrí a él para que me relatara más cosas, no fue capaz ni de decirme el nombre de su propio abuelo. Padecía Alzheimer, lamentablemente. De esto me enteré después. En aquel momento, sus pérdidas de memoria me parecían las propias de su edad.
Así que, el niño de 14 años empezó a recrear con su imaginación la historia de aquel tatarabuelo italiano y de sus parientes de Calabria. Y se imagino que, ¿por qué no?, podían ser mafiosos. Y el niño imaginaba cada noche que salía de casa vestido con un traje hecho a medida, con su bigote recortado, un sombrero perfilado, una pistola en el cinturón, tabaco de importación en el bolsillo; y soñaba que las mujeres más despampanantes le acompañaban, que conducía los más soberbios coches, que cenaba exquisiteces que todo el mundo hubiese querido cenar, y que todo el mundo le respetaba. La única condición para lograr todo eso era llegar a Bova Marina, donde se encontraba su tío, y apostar todo por hacer carrera dentro de ‘la famiglia’. Aunque no sería fácil.
El regalo de mi tío italiano resultó ser dulces y panes italianos. “¿Qué humor el de mi tío mafioso, que en vez de enviar el dedo índice cortado a algún enemigo, nos manda comida?”, pensé.
Como tenía que estar preparado para el día en que entrara a formar parte de “la familia”, empecé a ver todas las películas de temática gangsteril que existían, desde “Los violentos años veinte”, con James Cagney, hasta “El padrino I y II” (la tercera parte llegaría más tarde). Todo ese cine me sirvió para aprender todo sobre los gangster italoamericanos. Incluso, empecé a estudiar italiano por mi cuenta.
Cuando cumplí 18 años, decidí que era el momento de visitar a mi tío e iniciarme en el mágico mundo de la mafia. Había ahorrado algo de dinero y me marché a Bova Marina sin decir nada a mis padres. Contaba con el nombre de mi tío, Peppino Perrella, y con una dirección, Via Monte Nero, 4, cerca de la Piazza Magiore. Correspondía a la pastelería Peppino’s, un negocio que, supuse, era la tapadera perfecta para los negocios ‘mafiosi’ de mi tío. Ja, ja, ja, una pastelería… ¿Qué grande era mi tío? ¿Quién iba a sospechar que una humilde pastelería de Bova Marina era el centro neurálgico de la mafia calabresa, la ‘Ndragheta. Había conseguido un recorte de un periódico en el que se hablaba del poder de esta banda:


La Calabria es una de las regiones del sur de la península italiana en la que la mafia, llamada Ndragheta, está más introducida. Montañosa y de difícil acceso, en su interior se esconden los jefes mafiosos protegidos por una población que se encuentra entre las más pobres no sólo de Italia sino también de Europa.


Los negocios de la Ndragheta se han basado en el tráfico de drogas, de armas y también en la extorsión, siendo habitual en la zona el secuestro de empresarios que se niegan a pagar el pizzo, el tradicional impuesto mafioso. (*)


Diciendo que me iba con unos amigos a la playa, salí ufano hacia el aeropuerto. Mi destino era Roma; y allí cogería un avión hasta Catanzaro, capital de Calabria, una ciudad con más de dos millones de habitantes. Por último, un tren me conduciría hasta Bova Marina, la pequeña ciudad donde, en mi imaginación, se escondía la ‘famiglia Perrella’, sanguinarios y retorcidos mafiosos a los que yo, orgullosamente, quería servir. Llegué a Bova Marina a las diez de la noche del día, juro que nunca lo olvidaré, 19 de agosto de 1993. Como era muy tarde y estaba cansado por el largo viaje, busqué un sitio donde poder dormir. Una vez allí, no tenía prisa por encontrarme con mi tío. Encontré acomodo en un pequeño ‘albergo’, donde parecía ser el único inquilino. Cuando subí a la austera habitación, caí rendido en la cama.
El día siguiente amanecí con una angustiosa sensación de ahogo debido al fuerte calor que entraba por la ventana y se colaba en mi habitación. Busqué cobijo bajo la ducha, donde, gracias al agua fría –no por gusto, si no porque no parecía que hubiera agua caliente, por más que esperé- volví a boquear con ganas.
Salí del ‘albergo’ sobre las nueve de la mañana. Apenas había gente en la calle y yo era prácticamente el único que me arriesgaba a caminar bajo la potencia calorífica del sol calabrés. No hay nada comparable. Pero yo tenía que ir al encuentro de mi destino, no podía eludirlo. El pueblo era tan insignificante que alcancé la Piazza Magiore casi sin darme cuenta. Al girar, vi de frente el cartel de la pastelería ‘Peppino’s’. Noté como el corazón se me aceleraba y creí que se me iba a salir corriendo, sin que yo pudiera alcanzarlo. Intenté tranquilizarme y, caminando resuelto, me acerqué a la pastelería.
Cuando entré, sonó una campanita que había en el quicio de la puerta. No había nadie tras el mostrador. Esperé impaciente y entonces…, apareció mi tío. La imagen se me ha quedado borrada en la memoria a pesar de los años pasados, casi dieciséis, y podría extenderme el equivalente a la Enciclopedia Británica para contar su aspecto y mis sensaciones. Seré más breve. Peppino Perrella llevaba un delantal que debió ser blanco en algún momento de su vida, y cuyo color parecía haberse diluido en sus manos, grandes y fuertes, tan blancas como la nieve por culpa de la harina. Iba vestido con un sencillo pantalón de pana marrón y una camiseta blanca de tirantes. Su pelo era corto y empezaba a encanecer; sus ojos, tristes, vividos, de un profundo color negro; su nariz era inmensa y torcida; su boca era un único pliegue sobre la barbilla, y apenas se intuían los labios. Su cara era alargada y cuadrada, con una mandíbula muy ancha y fuerte. Su piel era un cúmulo de pliegues que se había ido secando a fuerza del paso del tiempo y del inmenso calor del horno de la pastelería. ¿He de decir más? No hizo falta ni que le saludara.
Evidentemente, Peppino Perrella no era más que un humilde trabajador cuyas manos eran un reflejo de la dura vida que había llevado; sus ojos, un espejo de la tristeza que había soportado; sus arrugas, un síntoma de que había sufrido demasiado.


Me largué corriendo de allí sin ni siquiera decir ‘Ciao’. Me fui porque necesitaba desaparecer, de la pastelería, de Bova Marina, de Calabria, de Italia,… del mundo, quizás. ¿Cómo era posible tamaña traición? ¿Cómo era posible que en la tierra de los mafiosos, mi tío fuera un humilde panadero?


Nadie lo sabe, pero me tiré dos días enteros maldiciendo a mi familia y a mi tío en especial. Mis sueños de ser un gangster, “un uomo de veritá”, se habían ido al pozo de los sueños perdidos, un lugar donde se quedan para siempre y es imposible recuperarlos. No sé cómo, pero mi tío se enteró dónde estaba alojado y me envió dulces y pan, igual que cuando llegó aquel paquete el día de mi cumpleaños. Hasta el mismo envase los envolvía. Y entonces, perdí las fuerzas, me aflojé y me convertí en un río de tristeza. ¿Cómo había sido tan mezquino y miserable para rechazar a mi tío sólo porque era un panadero? ¿Qué locura me había llevado hasta allí para convertirme en un ser sanguinario y malvado?


Aquella tarde de mi tercer día en Bova Marina, tras engullir con afán y con orgullo –no será mafioso, pero hace los mejores dulces de Italia-, decidí regresar a la pastelería y presentarme. Volví a entrar y mi tío estaba allí esperando, de pie, como si no se hubiera movido desde la mañana en que lo dejé con la palabra en la boca.
“Tío Peppino, soy Juan, tu sobrino de España”, le dije. Él, sin dejar de mirarme fijamente, me abrazó fuertemente y me besó en la frente. “No hace falta que digas más”, me dijo. “Te voy a enseñar lo que hago aquí todos los días desde hace más de 50 años”.


Al final, estuve en Bova Marina quince días más y todos ellos los pasé en la pastelería. Conocí a mi tía Constanza, una mujer increíble y de carácter muy fuerte. Y a parte de la familia, como mi prima Valeria, la mujer más guapa que he conocido nunca y, que conste que esta afirmación casi me cuesta el matrimonio. Y otros muchos cuyo nombre no recuerdo, aunque sus caras y sus gestos no se me han olvidado. Fue uno de los veranos más gratificantes que he pasado nunca (esto tampoco se lo digan a mi mujer). No he vuelto a ir a Bova Marina por circunstancias de la vida.


Hace una semana, poco antes de que emitieran la película ‘Uno de los nuestros’, me enteré de que mi tío Peppino había fallecido. Me acordé de aquellos días en su tierra y lloré, lloré mucho por mi tío, porque estoy seguro de que era mucho más difícil ser un panadero humilde que ser un mafioso en aquella tierra de gangsters. Y aunque nunca hubiese disparado una pistola, estoy seguro de que mi tío, Don Peppino, era mucho más duro que todos los gangsters que hubiera sobre la faz de la tierra. Ahora, ya no es ‘uno de los nuestros’, es ‘uno de los míos’ y siempre lo será.




(*) Extracto de un texto publicado en ‘La Voz de Galicia’ el día 16 de octubre de 2005.


Este relato está basado libremente en una historia personal.






I'm an average nobody. I get to live the rest of my life like a schnook.
“Ahora soy como cualquiera y tengo que vivir el resto de mi vida como un don nadie”
(Extraído del largometraje “Uno de los nuestros”, de Martin Scorsese, 1990)