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jueves, 14 de febrero de 2013

El detective de Marlowe's Sons: El caso del empresario perdido (II)

Capítulo 2

La agencia de detectives Marlowe’s Sons es un sitio con caché. Lo monté dos semanas después de que me echaran de la academia de policía por culpa de un quítame de encima esa mujer del comisario. Juré eternamente que fue ella la que se me echó a mí, seguramente pensaba que siendo tan buen alumno como era y con los contactos que tenía en las altas esferas, no tardaría en quitarle el puesto a su marido. Nadie me creyó, y mucho menos el comisario, así que a una semana de licenciarme y obtener mi título para empezar a ejercer en las peligrosas calles de esta ciudad, me vi en la calle.

Pero no me amilané. Me cogí una cogorza que me duró una semana y en la siguiente semana ya estaba encargando el rótulo que daría fama a mi negocio: Marlowe’s Sons. El oficio de policía me había sido imbuido desde niño ya que mi padre, mi auténtico padre, no el que figura como mi padre en mi agencia, había sido toda su vida un ejemplar miembro de los más afamados carteristas de la ciudad, y mi juego preferido con él era detenerle. Eso cuando no estaba detenido de verdad, lo que ocurrió en infinidad de ocasiones durante mi tierna infancia, cuando yo incubaba dentro de mí convertirme en un respetado agente de la ley que lucha contra el crimen, es decir, contra mi padre.

Huelga decir que a mi progenitor no le gustó nada mi vocación y no le hacía nada de gracia que cuando él llegara a casa, yo le sorprendiera en el rellano del portal y le gritara que se detuviera, le ponía unas esposas y me lo llevaba al cuarto oscuro hasta que me jurara que se iba a portar bien. Cosas de familia. Un día, recuerdo que yo tendría unos 10 años, me llevó con él a robar en una mercería. No entendí bien por qué quería robar allí, donde habría tan poco dinero. Nunca lo supe. Cuando murió, encontramos un montón de lencería, medias y ropa de mujer en un armario cerrado bajo llave. Sigo sin entenderlo. Si ese negocio no da dinero.

En aquella mercería, mi padre se dio cuenta de que yo nunca valdría para ladrón. Mi padre me pidió que entrara en la tienda y gritara que era un robo y que me dieran todo el dinero que tuvieran en la caja registradora. Yo entré, carita de niño bueno; pelo ensortijado castaño claro; camiseta de mi equipo de fútbol favorito; y unos pantalones cortos que dejaban a la vista unas rodillas masacradas por los distintos golpes que mi afición al ciclismo me había dejado.

-Mira qué niño más mono. ¿Qué quieres, ricura? –me preguntó la señora de la mercería. ¿Tu madre te ha mandado a comprar algo?

-No, mi padre me ha mandado aquí.

-¿Tu padre?, y ¿qué es lo que quiere tu padre aquí?

-Esto… pues… yo… mi…

-Anda, ricura, dinos que es lo que quiere tu padre.

Y con tanto ricura por aquí y tanta historia por allá, me eché a llorar y me meé encima. Mi padre entró corriendo, con una media en la cabeza –sigo sin entender la fijación de mi padre por esas prendas- y se llevó todo lo que pudo antes de que la señora pudiera dar un paso. Metió todo en una furgoneta que usaba para el trabajo y se largó. Media hora después, regresó.

-Perdón, me he dejado al niño. Y ahora sí me llevó con él.

Aquel día se forjó más hondamente mi vocación de ser un servidor de la ley, un agente que lucharía contra el crimen organizado, e incluso el desorganizado, del cual mi padre era un especialista. Todo sea por llevar la contraria a quién te ha traído al mundo. De mi madre no puedo contarles mucho porque no la conocí en vida, en vida de ella quiero decir. Murió sin remedio mientras me daba a luz.

A los 16 años, habiendo sido un deportista espectacular para mi talla, un metro y 50 centímetros, destaqué en deportes adecuados a mi altura como el ping pong y el ajedrez. Antes fui, como ya les he dicho, campeón interescolar de triple salto: una estupenda competición en la que participaron dos colegios y tres alumnos. No me digan porqué pero yo fui el único capaz de saltar más de tres metros. Guardó ese trofeo con un cariño inmenso desde que me lo dieron, cuando tenía unos 12 años. En aquel momento, mi padre se encontraba en una cárcel cercana y no pudo escaparse para verme triunfar. No pasa nada, no se lo tengo en cuenta.

Con 18 años, y habiendo pegado el estirón hasta mi metro y 70 centímetros actuales, me fui a hacer la mili con unas ganas tremendas de aprender. Salí de allí, dos años después, hecho un hombre. Había aprendido todo lo necesario para sobrevivir en la dura vida que me esperaba como civil: a emborracharme con los peores licores; a ganar partidas de póker haciendo trampas; a engatusar a putas para follar gratis; en fin, todo lo que el denostado servicio militar hace por un español de bien.

Con 20 años, licenciado ya de la mili, tenía toda la vida por delante para disfrutarla. Ya no podía jugar con mi padre a polis y ladrones porque había vuelto a la cárcel y esta vez para unos cuantos años: un robo en una zapatería que salió mal tuvo la culpa. La dependienta de la zapatería le clavó a mi padre el tacón de aguja de un zapato de mujer en la nalga derecha y en respuesta, mi padre le pegó un pisotón con sus botas militares, con tan mala fortuna que la mujer cayó al suelo y se desnucó.

Con mis antecedentes, no me fue muy difícil entrar en la academia de policía de mi ciudad. Y al cabo de tres años, pasó lo que pasó con la mujer del comisario, que yo no sabía que era la mujer del comisario, y me echaron. Así, libre de ataduras y con muchas ganas de demostrar mis condiciones policiales y detectivescas, fue como levanté mi pequeño imperio.

Ah, aún recuerdo como si fuera hoy mi primer día de trabajo, y eso que han pasado algo más de 20 años. El brillante cartel en el que ponía “Marlowe’s Sons”, en elegante tipografía de color oro, relucía en la puerta de entrada de mi despacho-oficina-hogar. Aún hoy, cada vez que lo veo, me emociono. Sigue igual que aquel primer día.

Me costó hacerme un hueco entre la abultada oferta de detectives y similares que había en la ciudad, pero tras unos pocos casos sin importancia, empezó a despegar mi carrera y mi nombre era reconocido en todas las comisarías, los laboratorios de forenses, las redacciones de periódicos, los despachos de los políticos y los garitos nocturnos, donde encontré a los mejores confidentes.

Pero todo esto fue hace mucho tiempo. Creo que debería regresar a la noche de autos.


El próximo viernes se publicará el capítulo 3. 

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