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viernes, 8 de febrero de 2013

El detective de Marlowe's Sons: El caso del empresario perdido (I)

Capítulo 1

Soy el único socio y trabajador de una modesta agencia de detectives llamada, humildemente, Marlowe's Sons. Algún incauto ha acudido a mí pensando que yo era efectivamente uno de los hijos de Marlowe, pero, ¿quién soy yo para quitarle la ilusión a la gente? Esa hábil estrategia de marketing me ha conseguido los mejores clientes, bueno, casi los únicos, así que me temo que por el bien de mi negocio, moriré siendo el único hijo de Marlowe. Algún cliente había leído incluso las memorias de mi padre. En fin.

El día en cuestión me había levantado tarde, con resaca y con un sabor amargo en la boca. De un ágil salto del sofá me planté en la ducha donde el agua fría se fue llevando los débiles recuerdos de una noche memorable. De otro ágil salto, fui campeón interescolar de triple salto, me planté en mi despacho. Tengo la inmensa suerte de vivir donde trabajo o de trabajar donde vivo: ustedes decidan. A mí me sirve porque así sólo tengo que pagar un alquiler.

Nada más sentarme en la silla de mi despacho, observé con estos sagaces ojos marrones que me caracterizan que el teléfono no había sonado en las últimas horas. Me repantingué, puse las piernas sobre la mesa vacía y miré la hora. Súbitamente, pegué otro de esos ágiles saltos que son mi característica esencial: era la hora de comer, un acontecimiento que jamás me he permitido saltarme, ni aún en los buenos días en que esta oficina era un bullicioso lugar pleno de trabajo. Si me pongo a pensar en cuándo ocurrió eso podría deprimirme.

Cogí la chaqueta y salí a la calle a respirar un poco de aire puro. Hacía un precioso día de mediados de septiembre, el sol, arriba en su cuna, iluminando con sus brillantes y anaranjados rayos la gris y sucia acera de la ciudad; un cielo azul claro y hermoso cual mar en calma en la lejanía de un país que no conozco, sin asomo de nubes; preciosas chicas con minifalda paseando por las calles; valientes caballeros que andaban a la zaga de esas lindas zagalas; un amable portero dando las buenas tardes a todo el que pasaba por delante de su lustrado portal, sacudiendo su sombrero delante de los viandantes; un día maravilloso para pasear con la mujer amada; en definitiva, el día perfecto para cogérmelo libre, pegarme una buena comida, tomar unas copas y jugar unas partidas de póker en compañía de las mejores piezas de la ciudad hasta que llegue la noche.

Con el ánimo embriagado por los dulces aromas que habitaban la calle, asomé mi gran nariz por la puerta de mi restaurante preferido, no por su buena comida si no porque me fiaban. El dueño me miró con mala cara y entré agachado, tapándome con las solapas de mi chaqueta, para que no me viera entre la multitud de parroquianos que abarrotaban el local, unos dos o tres. No conseguí esquivarle y ya me iba a echar el alto cuando su mujer, y la mejor cocinera en 20 metros a la redonda, me salvó.

-Hombre, el gran Marlowe por aquí. ¿Qué tripa se te ha roto hoy? –dijo ella, guasona.

-Dile a ese gañán que se largue de aquí. –gritó el marido.

-Dile a tu marido que... –acerté a susurrar yo.

-Cariño, el pobre está de incógnito, se supone que hoy no le has visto en todo el día. -musitó ella guiñándome un ojo.

Que le voy a hacer, tengo un imán para las mujeres. Todas me adoran.

-Que sea la última vez que vienes por aquí, la próxima me cobro todo lo que me debes, aunque sea a ostias. –Evidentemente, el dueño del bar no estaba por la labor de quererme del mismo modo que lo hacía su mujer.

-No seas así, ¿quién te va ayudar cuando tu mujercita te ponga los cuernos? -le solté al fanfarrón, mostrando mi mejor sonrisa, esa que me ha hecho famoso en toda la ciudad. Hubo quién se la quiso llevar enterita a puñetazos.

Un hombre despistado entró en el bar, atraído por los bellos dibujos y generosa tipografía que manchaban la ventana principal y que anunciaban las supuestas bondades del local, momento que aproveché para ronronear con la gatita cocinera sin perder de vista a su cincuentón marido.

-¿Cuándo le asesinamos, cariño? Tengo un plan perfecto, lo vi el otro día en una película. –le dije a ella.

-¿Y al final les cogen? -preguntó ella cándida.

-Claro, pero ya sé cuál es su error fatal, tú y yo no lo cometeríamos.

-Déjame pensarlo. ¿Qué vas a comer?

-Elige tú, gentil damisela, cualquier cosa que tú me hagas será una delicia para este maltrecho cuerpo.

-Pues lo de siempre, ya sabes que aquí no nos caracterizamos por la variedad.

Me senté en la mesa más alejada de la barra y simulé que estaba atareado con el móvil, cosa harto improbable pues no me llamaba ni el perro para que le sacara a pasear. Al cabo, llegó la cocinera a la mesa contoneando sus hermosas caderas y llevando entre las manos un plato de lentejas con cebolla, patatas y zanahoria: la “specialité” de la casa. Me relamí pensando en ese culazo desnudo entre mis piernas y metí la cuchara en el líquido grasiento y verduzco que me había plantado delante de mis narices, que se embriagaron por ese olor a quemado.

-Hummmm –murmuré- cada día cocinas mejor.

La comida transcurrió sin contratiempos. Algunos paisanos, atraídos por mi cara de felicidad mientras comía, se sentaron a probar las delicias de “Chez” Aragón: haute cuisine casera. El filete estaba duro como la piedra pero yo me esforcé por poner mi mejor cara para que sirviera de reclamo a nuevos clientes. Cuanta más gente hubiera, más fácilmente me podría escaquear sin pagar y sin tener que magrearle las tetas a mi queridísima cocinera, lo cual no me apetecía en ese momento.

Llegó el postre pero me negué, alegando que andaba mal de tiempo. Ella siguió insinuándose pero me mostré firme y volví a denegar el postre.

-Un cafelito, sí, querida. –le dije.

Ella me hizo unos mohines que entendí como peticiones de cariño no atendidas. Una vez que terminé de tomar el café, me despedí con fervorosa lealtad de mi cocinera favorita y me largué corriendo antes de que el dueño del bar me echara el ojo.

Caminé por las calles, vagabundeando un buen rato, feliz de la felicidad que se respiraba en ese angelical día. Al cabo, divisé mi lupanar favorito. Entré al mismo tiempo que dos tipejos a los que conocía de sobras: viejos compañeros de andanzas entre copas de alta graduación y escaleras de color. Sinceramente, me codeaba con los mejorcito de la ciudad. Un detective de mi nivel y altura intelectual está obligado a tener amigos hasta en el mismísimo infierno, nombre de uno de los locales de moda entre la chusma bienandante.


Capítulo 1 de esta historia corta. El próximo viernes se publicará el capítulo 2. (Aviso: son cinco capítulos que se irán publicando todos los viernes hasta el día 7 de marzo)

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