Soy el único socio y trabajador de una modesta agencia
de detectives llamada, humildemente, Marlowe's Sons. Algún incauto ha acudido a
mí pensando que yo era efectivamente uno de los hijos de Marlowe, pero, ¿quién
soy yo para quitarle la ilusión a la gente? Esa hábil estrategia de marketing
me ha conseguido los mejores clientes, bueno, casi los únicos, así que me temo
que por el bien de mi negocio, moriré siendo el único hijo de Marlowe. Algún
cliente había leído incluso las memorias de mi padre. En fin.
El día en cuestión me había levantado tarde, con resaca y con
un sabor amargo en la boca. De un ágil salto del sofá me planté en la ducha
donde el agua fría se fue llevando los débiles recuerdos de una noche
memorable. De otro ágil salto, fui campeón interescolar de triple salto, me
planté en mi despacho. Tengo la inmensa suerte de vivir donde trabajo o de
trabajar donde vivo: ustedes decidan. A mí me sirve porque así sólo tengo que
pagar un alquiler.
Nada más sentarme en la silla de mi despacho, observé con
estos sagaces ojos marrones que me caracterizan que el teléfono no había sonado
en las últimas horas. Me repantingué, puse las piernas sobre la mesa vacía y
miré la hora. Súbitamente, pegué otro de esos ágiles saltos que son mi
característica esencial: era la hora de comer, un acontecimiento que jamás me
he permitido saltarme, ni aún en los buenos días en que esta oficina era un
bullicioso lugar pleno de trabajo. Si me pongo a pensar en cuándo ocurrió eso
podría deprimirme.
Cogí la chaqueta y salí a la calle a respirar un poco de aire
puro. Hacía un precioso día de mediados de septiembre, el sol, arriba en su
cuna, iluminando con sus brillantes y anaranjados rayos la gris y sucia acera
de la ciudad; un cielo azul claro y hermoso cual mar en calma en la lejanía de
un país que no conozco, sin asomo de nubes; preciosas chicas con minifalda
paseando por las calles; valientes caballeros que andaban a la zaga de esas
lindas zagalas; un amable portero dando las buenas tardes a todo el que pasaba
por delante de su lustrado portal, sacudiendo su sombrero delante de los
viandantes; un día maravilloso para pasear con la mujer amada; en definitiva,
el día perfecto para cogérmelo libre, pegarme una buena comida, tomar unas
copas y jugar unas partidas de póker en compañía de las mejores piezas de la
ciudad hasta que llegue la noche.
Con el ánimo embriagado por los dulces aromas que habitaban
la calle, asomé mi gran nariz por la puerta de mi restaurante preferido, no por
su buena comida si no porque me fiaban. El dueño me miró con mala cara y entré
agachado, tapándome con las solapas de mi chaqueta, para que no me viera entre
la multitud de parroquianos que abarrotaban el local, unos dos o tres. No
conseguí esquivarle y ya me iba a echar el alto cuando su mujer, y la mejor
cocinera en 20 metros a la redonda, me salvó.
-Hombre, el gran Marlowe por aquí. ¿Qué tripa se te ha roto
hoy? –dijo ella, guasona.
-Dile a ese gañán que se largue de aquí. –gritó el marido.
-Dile a tu marido que... –acerté a susurrar yo.
-Cariño, el pobre está de incógnito, se supone que hoy no le
has visto en todo el día. -musitó ella guiñándome un ojo.
Que le voy a hacer, tengo un imán para las mujeres. Todas me
adoran.
-Que sea la última vez que vienes por aquí, la próxima me
cobro todo lo que me debes, aunque sea a ostias. –Evidentemente, el dueño del
bar no estaba por la labor de quererme del mismo modo que lo hacía su mujer.
-No seas así, ¿quién te va ayudar cuando tu mujercita te
ponga los cuernos? -le solté al fanfarrón, mostrando mi mejor sonrisa, esa que
me ha hecho famoso en toda la ciudad. Hubo quién se la quiso llevar enterita a
puñetazos.
Un hombre despistado entró en el bar, atraído por los bellos
dibujos y generosa tipografía que manchaban la ventana principal y que
anunciaban las supuestas bondades del local, momento que aproveché para
ronronear con la gatita cocinera sin perder de vista a su cincuentón marido.
-¿Cuándo le asesinamos, cariño? Tengo un plan perfecto, lo vi
el otro día en una película. –le dije a ella.
-¿Y al final les cogen? -preguntó ella cándida.
-Claro, pero ya sé cuál es su error fatal, tú y yo no lo
cometeríamos.
-Déjame pensarlo. ¿Qué vas a comer?
-Elige tú, gentil damisela, cualquier cosa que tú me hagas
será una delicia para este maltrecho cuerpo.
-Pues lo de siempre, ya sabes que aquí no nos caracterizamos
por la variedad.
Me senté en la mesa más alejada de la barra y simulé que
estaba atareado con el móvil, cosa harto improbable pues no me llamaba ni el
perro para que le sacara a pasear. Al cabo, llegó la cocinera a la mesa
contoneando sus hermosas caderas y llevando entre las manos un plato de
lentejas con cebolla, patatas y zanahoria: la “specialité” de la casa. Me
relamí pensando en ese culazo desnudo entre mis piernas y metí la cuchara en el
líquido grasiento y verduzco que me había plantado delante de mis narices, que
se embriagaron por ese olor a quemado.
-Hummmm –murmuré- cada día cocinas mejor.
La comida transcurrió sin contratiempos. Algunos paisanos,
atraídos por mi cara de felicidad mientras comía, se sentaron a probar las
delicias de “Chez” Aragón: haute cuisine casera. El filete estaba duro como la
piedra pero yo me esforcé por poner mi mejor cara para que sirviera de reclamo
a nuevos clientes. Cuanta más gente hubiera, más fácilmente me podría escaquear
sin pagar y sin tener que magrearle las tetas a mi queridísima cocinera, lo
cual no me apetecía en ese momento.
Llegó el postre pero me negué, alegando que andaba mal de
tiempo. Ella siguió insinuándose pero me mostré firme y volví a denegar el
postre.
-Un cafelito, sí, querida. –le dije.
Ella me hizo unos mohines que entendí como peticiones de
cariño no atendidas. Una vez que terminé de tomar el café, me despedí con
fervorosa lealtad de mi cocinera favorita y me largué corriendo antes de que el
dueño del bar me echara el ojo.
Caminé por las calles, vagabundeando un buen rato, feliz de
la felicidad que se respiraba en ese angelical día. Al cabo, divisé mi lupanar
favorito. Entré al mismo tiempo que dos tipejos a los que conocía de sobras:
viejos compañeros de andanzas entre copas de alta graduación y escaleras de
color. Sinceramente, me codeaba con los mejorcito de la ciudad. Un detective de
mi nivel y altura intelectual está obligado a tener amigos hasta en el
mismísimo infierno, nombre de uno de los locales de moda entre la chusma
bienandante.
Capítulo 1 de esta historia corta. El próximo viernes se publicará el capítulo 2. (Aviso: son cinco capítulos que se irán publicando todos los viernes hasta el día 7 de marzo)
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