Se estaban despidiendo en la estación de tren desde donde ella partiría a un nuevo destino. Ella regresaba de haber dejado las maletas en su asiento. Él la vio caminar hacia él mientras, agachado, se ataba los cordones de las zapatillas de deporte. El tiempo se ralentizó sobre manera. Cada paso de ella acercándose a él para despedirse duraba un minuto. Lo mismo que él tardaba en atarse los cordones. Ella se acercó a él y él se levantó atropelladamente, sin haber terminado de atarse los cordones. ¿Quince minutos para atarse los cordones?, no, realmente habían pasado solo quince segundos. Ella le miró con una media sonrisa, él se sintió estúpido. Amagaron con darse un abrazo que no llegó a buen término. Ella dejó que le besara las mejillas a modo de despedida definitiva y él aprovechó para embriagarse de su aroma por última vez.
Entonces, al separarse, fue cuando él le preguntó: "¿Te veré una vez más?"; "Sí, pero será la última", respondió ella. Dejó que ella se marchara como se marchan las mujeres que dejan atrás algo o alguien que ya no tiene interés para ellas: caminando orgullosa, con la cabeza alta y sin mirar atrás. Él se quedó como se quedan los hombres cuando se aleja para siempre la mujer que aman: con la cabeza agachada, el corazón abatido y el deseo de que ella se volviera para dedicarle una última mirada acompañada de una sonrisa.
Muchos años después, en el último suspiro de su vida, él recordó aquel episodio. Nunca supo más de aquella mujer aunque siempre la recordaba con cariño. Sabía que guardaba un as en la manga, la promesa de ella de verse por última vez, y nunca se atrevió a jugarlo en la partida de la vida. Sabía que nunca se atrevería a agotar esa última baza porque estaba seguro de que prefería vivir con la ilusión de que volvería a ver a esa mujer a saber con certeza que nunca más la vería. Y así murió, con la esperanza de volver a verla una última vez.
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